Como suele decir David Refoyo, soy un apasionado del motor; me gustan los coches, las motos, las carreras y, sobre todo, y más importante, la velocidad. No lo puedo evitar, es algo que va en mi código genético, supongo que un rasgo de mi personalidad contra el que no puedo luchar. Por todo ello tenía muchas ganas de participar en una carrera de karts. El pasado sábado acudí con mi hermano, Pablo, al famoso circuito indoor de Carlos Sainz. El mejor circuito cubierto de Europa.
Era fin de semana y había mucha gente. Mi hermano había corrido ya tres o cuatro carreras, pero para mí era la primera vez. Y, ¡cómo no!, nos tocó la ronda más difícil del día. Vimos carreras de diez pilotos, de seis, de ocho, de cuatro y hasta de doce. Pero no vimos ninguna de quince, porque quince sólo hubo en la nuestra. Salí el penúltimo y adelanté a mi hermano en la primera curva, lo que me llevó a crecerme y empezar a ir a tope sin ni siquiera conocer las curvas del circuito. Al terminar la primera vuelta y enfilar la recta de meta con mi cuello balanceándose a ambos lados como el de un muñeco, entre pasadísimo en la curva cerrada del principio, trompeé y me quedé cruzado en mitad de la pista. Cuando giré el cuello vi venir otro coche a toda velocidad y pensé: “¡Dios, me va a matar!”.
El impacto fue brutal. Creí que en una carrera de karts no se producían accidentes de tal magnitud. Pero pude corroborar en mis carnes que sí. El piloto no frenó y me golpeé las rodillas contra la parte que cubre el eje del volante mientras mi cuello se movía como un tombolino. Me desorienté por completo y volví a pista con la ayuda de los comisarios, que me preguntaban constantemente si estaba bien. Desde el accidente, mi carrera estuvo condicionada. Sobre todo cuando me di cuenta, ¡oh, ley de Murphy!, que quien me había embestido era mi propio hermano, a quien había adelantado la vuelta anterior. Desde entonces me dedique a hacer buenos tiempos y aprender a trazar las curvas. Los tres pilotos de cabeza, todos ellos expertos y habituales del circuito, me doblaron, ofreciéndome con ello la posibilidad de coger su rebufo durante un rato y aprender a tomar las curvas más complicadas, como la chicane y la bajada, sin perder inercia. Entonces hice mis mejores tiempos; sentía que volaba y me sentí feliz. Me dio la impresión de que ya lo sabía todo cuando fui capaz de coger el rebufo de uno de los pilotos de cabeza y, en un despiste suyo, adelantarle por el interior en una de las curvas rápidas. No pareció gustarle mucho mi acción y se pego a mí como una lapa. No obstante, no me enseñaron la bandera azul, puesto que él no iba más rápido. En la subida, una de las curvas más difíciles, le volví a cerrar el hueco y, creo que de forma sucia y deliberada (eso me dijeron luego algunas espectadoras), me golpeó y me dejó cruzado en el medio de la pista. Me quejé de manera ostentosa, haciendo aspavientos con los brazos y acusando al infractor. No quise ni que me volvieran a poner en pista, sólo quería quejarme. Habían arruinado mi carrera. Desde aquel momento conduje de manera rabiosa y haciendo alguna que otra mourinhada. Lo reconozco, perdí un poco el norte. Pero, ponte en mi lugar: era mi primera vez, había empezado bien y había adelantado varios coches en las apuradas de frenada, después, sin comerlo ni beberlo, dos coches me habían golpeado y, por ende, destrozado dos de mis mejores vueltas. Salí de mala leche y a punto estuve de tener unas palabras en el “paddock” con el piloto infractor. Sobre todo por no venir a pedirme disculpas. Pero, finalmente, y a pesar del dolor físico y mental del los dos accidentes, asumí que era un puto juego, y me tomé una cerveza.
Horas después, comentando las mejores jugadas y reflexionando, llegué a la conclusión que la culpa de nuestra accidentada carrera era de la organización del circuito: habían metido en una misma ronda quince pilotos (demasiados para ese trazado; a veces pasan cuatro o cinco juntos por la misma curva) en el que había expertos, principiantes y algún que otro inútil. No obstante, la propia competición nos dio la razón a los pilotos: la carrera terminó con una enorme montonera en la que todos los coches, los quince, estuvimos implicados y que demostró que el señor Carlos Sainz más que un karting ha construido una enorme máquina tragaperras con truco; 10 minutos de carrera cuestan casi veinte euros, cuantos más pilotos haya en cada carrera, más dinero facturan. Pero, claro, si tienes una carrera de quince (incluso de doce), te da la impresión de que te están robando el dinero: los cuatro últimos salen casi un minuto más tarde (es decir, pierden dos vueltas), las banderas amarillas, y hasta rojas, aparecen constantemente, las azules también y las montoneras y choques violentos son habituales. Repito, si te toca una de esas carreras, sales con la impresión de que te han timado. Aunque, bueno, después de todo, pensándolo bien, no pude tener mejor debut que ése: ahora sí que sé lo que es el racing; ahora puedo entender el carácter avinagrado de Alonso y la mayoría de pilotos.