Hay viajes que están llenos de afectos. Ciudades que son en sí una sola risa, una conversación larga. Eso es Madrid para mí. Tenía dos años sin ir y sin embargo, recordaba cada una de sus calles como si fuesen la cuadra de mi casa. En todo este tiempo sin visitarla, había crecido mi delirio por sus nubes y sus árboles; y es que yo no he viajado mucho, pero no he visto en otro lugar un cielo como el de Madrid y no hay otro sitio que me seduzca más que la sombra bajo sus árboles, aunque estén desnudos como en el invierno que los conocí, o floridos como esta primavera fría que me conseguí solo por un día.
Estaba en Zurich trabajando, porque soy periodista y practico el arte de hacer preguntas, anotar y escribir. El porqué estaba allá lo contaré después, otro día, en cuanto termine de vaciar todo lo que anoté en la libreta y haya entregado puntual lo que se espera que escriba. Pero estaba en Zurich, con una primavera fría y rara, enamorada de sus trenes y esa invitación a tomar uno e irse a cualquier parte. Cuando viajamos, no sabemos quedarnos quietos y la dicha de tener un día libre dentro del itinerario es la mejor excusa para conseguir espacio en otro lugar. Así terminé en Madrid.
Paseo del Río Manzanares
Lamento, de buenas a primeras, que el viaje sea tan fugaz como para no compartir con otros viajeros, no quedar para unas cañas como bien les dicen y perderme entre sus historias, que son muchas. Me da tiempo, eso sí, de comprarme el último libro de Paco Nadal y de decírselo emocionada mientras él viaja por Granada. Me da tiempo de conversar toda una madrugada, de ponerme al día, de acumular el sueño y dejarlo para después. Me da tiempo de reír, y de llorar de tanto reír, y de llorar porque tengo ganas.
Cuando amanece en Madrid, con sus nubes exactas, con un frío extraño para ser tan Primavera, voy a un sitio que no conocía. Me llevan hasta el paseo del Río Manzanares y caminamos como quien no tiene prisa, sin dejar de hablar. No estamos mucho tiempo allí, pero es bueno ver algo nuevo. La mente, las ganas, los pies se me van solos a la Plaza Mayor, uno de los sitios que más suspiro, que me causa la misma emoción de ver El Ávila todas las mañanas cuando me asomo a la ventana de mi casa.
La Plaza Mayor de Madrid y el descaro de sus nubes
La mejor risa
En la Plaza Mayor de Madrid convergen todos los sonidos. Son los pasos de un lado a otro, las risas de los niños, las copas brindando, la música por una esquina, los cubiertos chocando en los platos, el trazo de los pinceles sobre los lienzos, las monedas cayendo en algún sombrero de las estatuas vivientes, el flash de una cámara, los pasos apurados, la risa constante, el aleteo de las palomas, las burbujas de jabón explotando en el aire, alguien corriendo, el abrazo de los amigos que tienen dos años que no se ven, las sillas rodándose, un vaso que cae al suelo y el olor de la cerveza, del vino tinto, del pan tostado, del arroz negro con calamares, de las tapas que son miles. El camino lleva hasta Sol, hacia la ligereza de La Malaespina y su vino suave y preciso. Allí nos contamos la vida, y seguimos; volvemos a la Plaza como si no hubiera más lugar en Madrid y nos volvemos parte de sus sonidos, de sus risas atragantadas, de sus abrazos de despedida.
Una y otra vez, en la Plaza Mayor
El viajero que sabe esperar, en Sol
Cuando se hizo de noche en Madrid, el cansancio del cuerpo reclamaba una pausa, pero no la hubo. Chueca apenas despertaba y allá fuimos a ver su amanecer a plena noche, desde una terraza amplia, fría, amable y después desde sus calles y su insomnio; para terminar cantando, llorando otra vez, hablando hasta más no poder y riendo, para no perder la costumbre.
Muchos me dicen que le tengo tanto amor a Madrid, porque no conozco aún Barcelona. No sé qué responderles, no sé si tienen razón. Mientras en Madrid haya nubes, árboles y abrazos, seguiré prendada a ella sin remedio.