Revista Opinión
Nací a finales de los sesenta. Mis padres, como muchos extremeños de entonces, emigraron a Euskadi en busca de mayor ventura. El padre de mi madre trabajó toda su vida en los Altos Hornos; mi padre entró en la academia de policía y lo destinaron en la comisería de Barakaldo, en Bizkaia. Hasta bien entrada la adolescencia no fui consciente de lo que suponía ser policía en Euskadi. Hoy aprecio la valentía de mi padre y otros muchos agentes que aguantaron con fortaleza aquellos duros años. Mi infancia fue feliz, ignorante de los asuntos de los adultos, ajeno a sus afanes. Solo hoy, con la perspectiva que da el tiempo y la memoria, deconstruyo con una nueva óptica los sucesos que viví por entonces.
Recuerdo a mi madre, aconsejándonos no pisar ni dar patadas a bolsas en la calle. Hoy comprendo que su temor se debía a la sospecha de que fuesen bombas caseras, fabricadas por ETA. Hacía poco que un niño había muerto por el simple hecho de imaginar que una bolsa de basura es un balón de fútbol. Se originó durante un tiempo una cierta neurosis colectiva hacia cualquier bulto abandonado en la calle. ETA era una constante en la vida cotidiana de los ciudadanos vascos, pese a que casi nadie se atrevía a hablar de ello. A pocos metros de mi portal tenía su bar un matrimonio abertzale, afín al catecismo etarra. Mi padre entraba a veces en el bar, tomaba unas copas, hablaba del tiempo y -siempre- evitaba incluir en sus conversaciones temas políticos. No en vano, muchos de sus compañeros habían recibido por entonces cartas con amenazas que les exigían abandonar Euskadi si no querían recibir en pago una bala entre ceja y ceja. Mi padre aguantó año tras año la negación de un traslado a Extremadura, hasta que en 1982, por fin, se lo concedieron. La rebaja del sueldo compensó de sobra la tensión y angustia que suponía tener siempre a tu espalda la amenaza del terrorismo.
Cierto día, jugaba yo en mi calle; con tan mala suerte que caí sobre unos tablones y me clavé una punta en la ceja. Corrí con rapidez a mi casa; la sangre manaba con abundancia escalera arriba. Mi madre, asustada, me lleva a un puesto de socorro cercano. En esto que mi abuela llega a mi casa y ve la sangre sobre los escalones. Su primera deducción fue atribuir la autoría de sangre a mi padre. «Mi yerno, Dios mío, mi pobre yerno... ¡Han matado a mi yerno!», gritaba mi abuela, corriendo hacia la puerta de nuestra casa. Golpeaba y golpeaba y, al no recibir respuesta, sus gritos se hacían aún más ahogados y persistentes. Por suerte, mi madre y yo no tardamos en llegar a casa. Aún hoy, cuando me miro en el espejo aprecio la pequeña cicatriz que dejó sobre mi ceja aquel desafortunado accidente, e imagino a mi abuela gritando de terror la virtual muerte de mi padre en manos de ETA.
Pero no fue esta anécdota la única que tendría como personaje de fondo a ETA. A los hijos de policía se les llamaba por entonces txakurras (perros). No fue una ni dos las veces que compañeros de colegio mayores que yo se dirigían a mí con ese apelativo. En otras ocasiones, observando el miedo que sentía cada vez que les veía venir, se crecían y me amenazaban: «Txakurra, ten cuidado, esta noche vamos a ir a tu casa y vamos a matar a tu padre... Txakurra, kanpora (vete, perro)». Yo no entendía muy bien sus palabras ni mucho menos el trasfondo político que tenían aquellas amenazas.
Mi calle era una calle sin salida, que solo se podía atravesar a través de una pequeña puerta que daba a un negocio de futbolines. Vivíamos en ella solo andaluces, gallegos y extremeños, emigrantes todos, de clase media-baja en busca de un futuro. Algunos de mis amigos, al crecer, fueron seducidos por el catecismo abertzale; los hubo incluso que llegaron a formar parte de algo más que una kale borroka. No es un misterio para nadie que parte de los hijos de los inmigrantes llegados en los años sesenta a Euskadi acabaron mimetizando la biblia etarra para integrarse en la vida social del barrio, encandilados por sus discursos pirotécnicos y sus promesas de libertad absoluta. ¡Qué adolescente no sentiría siquiera un poco de curiosidad ante aquel grupo de jóvenes antisistema, seguros de su estupidez, llevando su vida al límite y haciendo lo que deseaban, sin ser amonestados por ello! A veces me pregunto qué hubiera sido de mí si a mi padre no le hubiesen concedido el traslado a Badajoz.
Usted, paciente lector, imaginará la alegría -sin contención- que siento al leer en la prensa el fin de ETA. No es menor a aquella que muchos de ustedes sintieron al escuchar la compungida voz de Arias Navarro, anunciando la muerte agónica de Franco. Son muchas y sólidas las dudas que aún tengo en relación al proceso de democratización de la izquierda abertzale, pero hoy es para mí un día feliz, como también sé bien que lo es para ustedes. Una de las espinas más resistentes de nuestra historia democrática supura por fin, anunciando para Euskadi y, por extensión, para todo el resto de España, un futuro más venturoso. Que así sea.
(Este artículo fue escrito horas después de que ETA comunicara su retirada.)
Ramón Besonías Román