Por Merche Rodríguez
Antes, las librerías eran juncos que
aguantaban todo tipo de envites en un país, en el que por mucho que
se empeñen las estadísticas no se lee aunque el ratio de lectores
haya subido, pero todavía no llegan a 20 millones los lectores que
ejercen de ello semanalmente. Bien es cierto que hay títulos que
desbordan esas cifras, un ejemplo reciente es Cincuenta sombras de
Grey que ha superado el millón y medio de lectores, o La catedral
del mar de Ildefonso Falcones que llegó al millón seiscientos mil,
por no hablar de los millones de Carlos Ruiz Zafón, los de Pérez
Reverte a lo largo de toda su vida como novelista... Pero eso son
solo las puntas de sierra de un gráfico económico que no responde a
la dura realidad, la que ofrecen las cifras de ventas que reportan
las librerías, último eslabón de la cadena editorial antes de que
el título llegue a manos del lector.
El lector... ese desconocido, deseado
por todos, sigue respondiendo al perfil de mujer menor de 65 años
con estudios secundarios como mínimo, que busca novela histórica
preferentemente. Aunque luego hay otros lectores, el masculino es el
que supera a la mujer a la hora de leer en cualquier soporte (el uso
de las tecnologías ya arroja datos para los estudios que anualmente
elabora la Federación del Gremio de Editores de España). De la
misma forma, al hombre le sigue costando (tal vez sea un indicativo
que no variará nunca) leer una novela romántica, y sin embargo en
lo que sí coinciden ambos sexos es el gusto por la novela de
intriga, el último premio Planeta de Lorenzo Silva es un claro
ejemplo.
Ese colectivo lector, que sigue
creciendo en los últimos años (en 2010 eran casi un millón
seiscientos mil nuevos lectores más), no debe de tener la librería
como punto de adquisición literaria preferente y tan es así que
muchas librerías pequeñas no han podido aguantar y se han visto en
la obligación de cerrar. Porque una cosa es comprar un libro y otra
diferente, leerlo, en beneficio para las bibliotecas en las que se
notan los planes de modernización para la renovación del fondo. Hoy
en día, una novedad editorial apenas tarda tres meses en llegar a
los centros, de las principales ciudades, todo hay que decirlo.
Sea como fuere y perdidos en una marea
de datos que hablan de 157 millones de ejemplares vendidos en 2008 y
una devolución de 60 millones en el mismo periodo y a la espera de
los datos concretos que refieran la evolución del mercado en 2011 y
2012, se celebra la segunda edición del Día de las librerías,
organizado por Cegal.
Un millar de librerías se ha sumado a
la fiesta y 150 de ellas ceden su espacio para recibir a escritores
como Almudena Grandes, Antonio Muñoz Molina o Ian Gibson, entre
otros. El Club Kirico participa también con su guía de lectura
infantil y hasta Twitter se ha convertido en escaparate, con el
hastag #diadelaslibrerias,
o
lo que es lo mismo un rincón de la Red en el que hacer visibles a
todas aquellas librerías, regentadas por profesionales que se
devanan los sesos intentando que su local vuelva a ser aquel lugar en
el que un cliente, además de pasear entre sus estanterías, salía
con una sonrisa en el gesto y un libro, por lo menos, en la mano.
Porque no es lo mismo un vendedor de
libros que un librero y porque la lectura crea ciudadanos más libres
porque son más cultos y comprenden mucho mejor el entorno que les
rodea. Y porque un libro, da igual que sea un bestseller o un sesudo
ensayo, es una de las pocas cosas que procura una evasión voluntaria
y placentera y lo único que reclama es una ración de interés, en
lecturas perdidas a ratos o en sesiones maratonianas de las que
agotan la visión. Eso, es a gusto del consumidor y el libro se
presta gustoso a complacer ese deseo.