
El viernes, mi viernes del adiós de Delibes, se cerró en el Palacio de Exposiciones de Madrid escuchando y contemplando, junto a E., a otro mito: Joan Baez. Joan Baez delgada, frágil, con el cabello lleno de mechas blancas, Joan Baez llegando del fondo más noble de los más nobles sueños de mi generación, Joan Baez bellísima todavía, con la guitarra entre sus brazos acunando a un Palacio de Exposiciones a rebosar de un público, en su mayoría, de edad superior a los cuarenta años, pero con no pocos jóvenes y adolescentes, algunos acompañando a unos padres que soñaron con Wooodstock, que coleccionaron los discos de vinilo de la voz universal, que se manifestaron cantando No nos moverán o amaron mientras al fondo sonaba un Blowing in the wind en el que resonaban otras voces: Bob Dylan, Woody Guthrie, Pete Seeger. El concierto tuvo algo de ceremonia. De la nostalgia, del amor crecido con la música y la voz de la Baez. Para mí tuvo también un carácter adicional: homenajear a quien estaba conmigo, a E., que, en tiempos que ahora me parecen remotos, cuando el franquismo todavía dominaba el país, cantaba, con una voz hermosa y jovencísima, algunas de las canciones, puros clásicos ya, que, guitarra en ristre, con mirada limpia, honda, con las mismas aspiraciones de transformación social, política, cultural que antaño, entonaba una Joan Baez envejecida pero no por ello menos embellecida por la edad y por la luz de su voz.