Para E. Z., en su 12 de marzo.Se inició el viernes con la noticia no por esperada menos dura: Miguel Delibes había muerto casi al amanecer. Aunque la tarde anterior supe de su estado crítico cuando me encargaron un artículo sobre su obra para la página web de RTVE, experimenté una sensación extraña, algo así como la de quien pierde no a un ser querido sino a alguien que ha sido parte consustancial de su existencia, a quien siempre ha tenido ahí, como un amigo, como un padre, como un maestro, como un mito que nunca moriría: era parte del paisaje contemporáneo, un escritor que desde el Valladolid provinciano escribía de los sentimientos y obsesiones universales.
Cuando comencé a leer con cierta conciencia de estar leyendo literatura y buscaba en ella respuesta a los misterios de la infancia y de la adolescencia, al mundo que había dejado atrás, y recrear la vida del pueblo de mis vacaciones remotas, Delibes, con Las ratas, con El camino, estaba ahí. Cuando, a finales de los sesenta y principios de los setenta, comencé a buscar una literatura diferente, que rompiera la tradición y la encontré en un libro como Tiempo de silencio o en la narrativa del boom hispanoamericano, Delibes, con su Parábola del náufrago o con Cinco horas con Mario, estaba también ahí. Sus libros, sus reflexiones sobre la vida rural y las amenazas que se ciernen sobre ella, su defensa de la naturaleza y su mítica de la caza, sobre la vida en una ciudad provinciana y sobre los viejos fantasmas familiares han sido siempre un asidero para mis propias reflexiones. No fue un revolucionario, tampoco un escritor comprometido al modo en que otros escritores (los escritores sociales) ejercieron el compromiso en los años 50, 60 y 70: escribió Los santos inocentes, la denuncia más estremecedora de la literatura de la segunda mitad del siglo XX de la explotación y el señoritismo en el mundo rural . Pero fue un humanista radical, un hombre bueno, un paradigma de la modestia y una vacuna frente a la egolatría que siempre amenaza a los escritores. Hoy, en esta hora en la que nos aprestamos a cubrir su vacío con la relectura de su eternidad, es decir, de su obra, creo que es bueno recordar unas declaraciones suyas en las que demostró con creces esa visión humanista de la realidad, esa honestidad sin tacha: cuando Camilo José Cela obtuvo el Planeta tras haber logrado el premio Nobel, hubo una invitación al propio Delibes para que se presentara al galardón mejor dotado económicamente del mundo hispanoamericano, es decir, el ya citado premio Planeta. Pues bien, recuerdo cómo él dijo con rotundidad que le parecía deshonesto, contrario a toda ética, aceptar la invitación (que suponía, obviamente, la obtención del premio), que eso sería una total falta de respeto hacia los doscientos o trescientos escritores que se habían dejado meses, o años de vida, escribiendo sus novelas para presentarlas, con ilusión, al premio sin saber que ya estaba dado. Sería, vino a decir, una gigantesca estafa. No sirvió de mucho aquel gesto para los premios que vinieron después. Pero sí fue una muestra, poco frecuente, de coherencia. Un indicio más de la personalidad del gran escritor vallisoletano. Descanse en paz.
El viernes, mi viernes del adiós de Delibes, se cerró en el Palacio de Exposiciones de Madrid escuchando y contemplando, junto a E., a otro mito: Joan Baez. Joan Baez delgada, frágil, con el cabello lleno de mechas blancas, Joan Baez llegando del fondo más noble de los más nobles sueños de mi generación, Joan Baez bellísima todavía, con la guitarra entre sus brazos acunando a un Palacio de Exposiciones a rebosar de un público, en su mayoría, de edad superior a los cuarenta años, pero con no pocos jóvenes y adolescentes, algunos acompañando a unos padres que soñaron con Wooodstock, que coleccionaron los discos de vinilo de la voz universal, que se manifestaron cantando No nos moverán o amaron mientras al fondo sonaba un Blowing in the wind en el que resonaban otras voces: Bob Dylan, Woody Guthrie, Pete Seeger. El concierto tuvo algo de ceremonia. De la nostalgia, del amor crecido con la música y la voz de la Baez. Para mí tuvo también un carácter adicional: homenajear a quien estaba conmigo, a E., que, en tiempos que ahora me parecen remotos, cuando el franquismo todavía dominaba el país, cantaba, con una voz hermosa y jovencísima, algunas de las canciones, puros clásicos ya, que, guitarra en ristre, con mirada limpia, honda, con las mismas aspiraciones de transformación social, política, cultural que antaño, entonaba una Joan Baez envejecida pero no por ello menos embellecida por la edad y por la luz de su voz.