“Yo a la vida del cante no me adapto. Con 60 cabras vivimos nosotros de sobra y, con el tiempo, iré criando chivas, tendremos una gran piara y estaremos cada vez mejor. Y en la carta una ramita de cantueso… Pedí la cuenta en mi recién estrenado puesto de trabajo, abandoné Ginebra y me fui a Aznalcóllar, a una destartalada vivienda que alquilamos completamente vacía y así se mantuvo mientras estuvimos en ella.
Con lo que dejaban las cabras lo pasábamos muy humildemente, casi en la miseria que ni la notábamos de estar tan ocupados; yo, en aprender a vivir de esa manera y en ese entorno y José en sacarle toda la rentabilidad posible a nuestra pequeña tropa de cabras y, para eso, la mayoría de las veces salía al campo de día y de noche, a escondidas, a los barbechos o dehesas donde no se podía entrar libremente porque pertenecían a los cortijos.
Pero, en verano, las cabras enfermaron de agalaxia y se secaron. Sin recursos para nosotros y para mantenerlas a ellas sin dar producto, las tuvimos que vender a precio de desecho. Volví a Ginebra y al momento encontré un trabajo muy bien remunerado, con un bróker, que nos permitiría, en pocos meses, comprar una buena piara de cabras. Mientras, en mis horas libres, tramaba organizarle algunos conciertos por la zona.
Fueron tres en Suiza y uno en Francia: el debut en el Teatro de l’Atelier, de Ginebra, abarrotado. Pierre Coullery, especialista en música de La Suisse, publicó un artículo que tuvo cierta repercusión y cuyo titular recuperaríamos, a mediados de los 90, para dar nombre al último disco que El Cabrero grabó con Senador: “Un diálogo sin artificios”.
Si no estoy mal informada es el primer artículo aparecido en la prensa sobre El Cabrero y el crítico no se anda por las ramas.
UN DIÁLOGO SIN ARTIFICIOS
Un grito atraviesa la noche, como el resplandor el silencio. Cuando el ser se estremece los sentidos cruzan sus caminos. El placer (como el hastío) circula de curiosa manera.
La noche es la prisión, o simplemente la barrera, el desamor, la miseria, la vergüenza, la desesperación, el deseo o las lágrimas. Pero la noche es también la luna que hace aullar a los lobos y que enloquece. El grito doma la noche, la subyuga, la hechiza. La confunde y ridiculiza; la ilumina y la desenmascara. La noche sin sombra es menos terrible porque se percibe el alma y por eso, es la noche la que engendra el grito.
El flamenco es un grito en la noche andaluza convertido en canto, música, resplandor. Es también una forma de sonreír, y de indignarse. O de amar, sin artificio.
En estos días un cabrero andaluz ha venido a cantar a Ginebra. En público y en privado. Había aficionados, no muchos. Pero los demás también disfrutaron. ¿Por qué?
Quizás porque el hombre se mira al espejo y se da miedo a sí mismo. Porque el toro y el lobo han tomado forma humana. Porque ahora nuestras obras constituyen nuestro mayor peligro. Entonces escupimos sobre nuestros sintéticos y acariciamos la piedra y el tronco, olfateamos el mantillo y nos enternecemos al escuchar el grito, ese viejo grito que doma nuestras tonterías, nuestra noche.
José Domínguez “El Cabrero” ha venido a desafiar nuestra sofisticación. Sin micros, sin luces ni trampas. De su voz, de sus gestos y de sus manos desborda la energía. ¿Qué nos aportaba ese rudo campesino? Un flamenco que no tiene nada que ver con las españoladas servidas en los cabarets. Una música rotunda que tiene sus reglas y tradiciones y además muy difícil de cantar.
Tímido, el rostro casi oculto por el sombrero, sentado al borde de la silla, El Cabrero domina al auditorio desde la primera modulación. Al mismo tiempo nos revela una música de un increíble vigor, un cante que alcanza momentos de intensidad extrema. De golpe, no sólo parecen grotescos esos pijos que se menean y se contonean delante de un micro intentando hacer pasar un hilo de voz; es que hasta los sonidos más ensordecedores del rock y del pop se tornan remilgados o blandengues. Es el taburet ante el rocking chair. Porque el áspero flamenco, que cuenta las alegrías y las penas de un pueblo tiene raíces profundas que se hunden en la tierra andaluza, crisol de civilizaciones.
José El Cabrero, espantado ante nuestras complicaciones, se entona y rápidamente reencuentra su Andalucia y surgen seguiriyas, bulerías, soleares, fandangos… El público, incluso el no iniciado, participa, recupera impulsos que creía perdidos. Hemos visto incluso a japoneses, esos especialistas del grito, entusiasmarse.
El Cabrero aún no tiene 30 años, ¿recuperarán los jóvenes el Flamenco jondo? Lo deseamos pero tenemos dudas: el confort, la facilidad, la técnica y el show–business acabarán matándolo.
Pierre Coullery (La Suisse, 1974)
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