Revista Cultura y Ocio
Con los años una va cogiendo experiencia, o creyendo que la coge, y volviéndose categórica, lanzando máximas de las que luego puedo y creo que me arrepentiré a los dos días, pero bueno, allá va la máxima que me ronda la cabeza últimamente: para acertar y ver una buena película hay que pasar olímpicamente del argumento de la misma, de sus actores o de los tráilers que muchas veces son más un resumen de la película entera (final incluido) que un reclamo. Para acertar a la hora de ver una peli solo hace falta fijarse en el director. Ya está, dicho queda. Y es que últimamente la experiencia me dicta que si voy a ver un film de Clint Eastwood, Lars von Trier, Woody Allen o Almodóvar, me da exactamente igual lo que quieran contarme, que me hablen de rugby que no me interesa nada, del apocalipsis que me es indiferente, de crisis de identidad o de cambios de sexo imposibles que me dejan fría, me da igual, porque hablen de lo que hablen, conseguirán engancharme en argumentos que en principio no me llamarían la atención, saldré encantada del cine y tendré la sensación de que ha sido un dinero bien gastado. Dentro de esa nómina de directores que nunca me defraudan (y crucemos los dedos porque siempre puede haber un batacazo) vamos a incluir a Roman Polanski, aunque haya hecho de las suyas con bodrios infumables como La novena puerta. Pasando eso por alto, Polanski suele ser sinónimo de buen cine y además entretenido. Quién me hubiera dicho a mí que las discusiones, fobias y problemas domésticos de dos parejas con hijos me iban a interesar. Y sí, Un dios salvaje me ha gustado y mucho. Ya me quedé con ganas de ver la obra de teatro de Yasmina Reza cuando estuvo en Madrid, así que no puedo comparar obra y film, pero lo que es la película, me ha encantado.
El argumento es tan sencillo como dos parejas de neoyorquinos reunidas en el apartamento de uno de ellos. El hijo de uno de los matrimonios ha pegado al hijo del otro, y los padres se han reunido para hablar civilizadamente del asuntillo y tratar de resolverlo lo más cordialmente posible. Pero no cuentan con ese dios salvaje que habita en todos nosotros, esa bestia que ni siquiera siglos de evolución ha conseguido apaciguar, y ya os podéis imaginar que la cosa se les va de las manos. Divertidísima a ratos, reflexiva en otros, Un dios salvaje nos hace reír mientras pensamos lo humanas que son esas reacciones y que quizá nosotros mismos caeríamos en ellas también. Kate Winslett, una actriz que antes no me decía nada y que cada vez me gusta más y más, está simplemente perfecta en su papel. El otro destacado es Christoph Waltz, absolutamente genial, y el personaje más divertido del film. Jodie Foster está perfectamente insoportable, el personaje que más he odiado del film, la típica mujer acomodada que sin embargo dice sufrir por las tragedias ajenas y se le llena la boca hablando de derechos humanos, sin ni siquiera darse cuenta de lo absurdo de su discurso y lo falso que resulta. John C. Reilly, en la piel del marido sumiso, borda también su papel. Una película como esta, que transcurre prácticamente toda en un apartamento y que recuerda constantemente al teatro e incluso a las películas clásicas donde lo importante eran los diálogos, las réplicas y contraréplicas agudas, sin ayuda de efectos especiales ni giros traídos de la mano del guión, necesitaba unos actores de altura, y los tiene. Las máscaras y convencionalismos sociales acaban cayendo "Yo sí sé lo que se sufre en África" dice una Jodie Foster rodeada de carísimos catálogos de Kokoschka en edición vintage desde su cómodo y lujoso piso neoyorquino. Polanski borda una película que pone sobre la mesa la falsedad de nuestra sociedad actual, las máscaras tras las que nos escondemos, las mil y una hipocresías que vivimos y esa falsa urbanidad en la que nos refugiamos a diario. Una película para disfrutar desde el primer minuto y a la que solo le puedo poner la pega de su brevedad, tan solo 80 minutos de metraje que dejan con ganas de más, o quizá eso también sea una virtud.