“Diez funambulistas, calzados con botas de buzo, caminaban sobre una plancha de hierro candente, estrujándose los sesos, tratando de discernir qué era lo que allí les había llevado y les mantenía en aquel afán incomprensible, suspensos, perplejos y atribulados.” Carla cerró el volumen y lo dejó sobre la mesilla. Se trataba de uno de los libros que le proporcionaba su amigo Günter, que él mismo editaba con tiradas inverosímilmente ínfimas, a través de su editorial independiente, de uno de esos autores sin lectores, que confunden la literatura con la escritura automática. Carla tenía un círculo de amistades prácticamente integrado en su totalidad por pájaros de vistoso plumaje, que revoloteaban festivos con las alas de la creatividad, un campo que ella adoraba y que a su vez trataba de frecuentar, pese a (o quizás precisamente debido a) a ganarse el sustento por el prosaico sistema de trabajar de secretaria imprescindible y factótum de una importante concesión en Frankfurt de una compañía de seguros.Carla llevaba ocho horas en Madrid, procedente de Oslo, donde había resuelto discretamente un problemilla de índole particular de su jefe, Walter, un individuo culto, muy viajado y muy leído, tan obsesionado con las mujeres como reluctante a comprometerse con ninguna de ellas. Alojada en el Regencia, un hotel pequeño y centenario, debía llamar a su jefe para comunicarle su paradero, pues debía reunirse con ella, tal como habían convenido. Carla, tras diez años en la empresa, había sucumbido, más por hastío que por convicción, a los incombustibles requerimientos de Walter. “Si tiene que ser, que pase de una vez”, se había dicho a sí misma, de forma hasta para ella inopinada, cuando accedió. Walter había sonreído entonces con tanta complacencia como si el ayuntamiento de Frankfurt le hubiera concedido permiso indefinido para aparcar su Ferrari en doble fila. Carla recordaba esa repulsiva sonrisa cada vez que sonaba su teléfono móvil, cosa que venía sucediendo cada media hora, aproximadamente, durante las últimas cuatro. “Seguro que tiene a la tonta de Gretta ocupada en ese menester”, se decía, y ni una vez lo descolgaba.El mueble bar del Regencia estaba bien provisto y Carla no desaprovechó el surtido. Estaba calamocana cuando expuso su delgado y todavía juvenil cuerpo al agua de la ducha. Le divertía íntima y plenamente el plantón dado a Walter, y un humor juguetón y diabólico le recorría desde la punta de los dedos de los pies hasta la raíz de los cabellos. En aquel tipo de estado, achispada, en remojo y burlona, solía acudir a sus labios dócilmente el “Blue Moon” en la versión de los Marcels, tema que ella se encargaba de triturar vocalmente con entusiasmo digno de mejor causa. Abrió la boca, echó levemente la cabeza hacia atrás y de su garganta brotó, con bien timbrada voz de tenor, E lucevan le estelle, de Tosca. De la impresión, Carla resbaló y se sentó de golpe sobre sus magras posaderas. Quedó así sentada, ojos abiertos, expectante bajo el agua de la ducha. Probó entonces a cantar Pretty Woman, del maestro Orbison, y entonces fue el Nessun dorma lo que atronó el aire de la habitación 108 del pequeño y centenario hotel Regencia, de Madrid.- - No se asuste, no voy a hacerle daño –pronunció una voz masculina junto al oído derecho de Carla.- -¿Quién es usted? –fue la razonable pregunta de la secretaria. A la que añadió la no menos comprensible: ¿Cómo ha entrado aquí? ¿Cómo es que no puedo verle?- - ¿No ha reconocido mi voz? –preguntó a su vez el invisible compañero de ducha.- -Le advierto que no soporto que me contesten con otra pregunta… - replicó Carla, enojada. Y para reforzar su actitud, cerró el agua de la ducha, como dando por zanjada alguna tonta controversia, y se cubrió con la toalla.La voz siguió a Carla hasta el pie de la cama, donde se vestía. El tono era conciliador y cálido:- - Escúcheme, llevo mucho tiempo esperándola. Me duele un poco que no me haya reconocido, pero eso no es importante ahora, porque vamos a tener mucho tiempo para conocernos. Soy el gran Enzo Buonarroti, el famoso tenor.- - Encantada –contestó Carla, sin inmutarse.- Tenía entendido que había usted muerto en 1973, si no me falla la memoria.- -Su memoria es excelente, Carla. Sucede que, desde entonces, he permanecido en esta habitación de hotel, esperándola. –Ante lo que parecía el asomo de una protesta de la mujer, el tenor continuó: - -Ya sé que usted no había nacido entonces, pero, créame, es a usted a quien yo estaba esperando aquí, todos estos años… ¡Cuarenta años!Carla no podía comprender a qué se debía su inexplicable calma. Supuso que la inverosimilitud de la situación había superado la barrera de cualquier reacción plausible, aunque, en el fondo, vislumbraba que si no estaba asustada era porque, realmente, ella también había estado esperando que ocurriera aquel disparate. La voz del tenor volvió a sonar, con un tono evocador:- -Conocí a Geneviève en las calles de Madrid. Ella iba comiendo un cucurucho de churros y su visión (la de Geneviève, no la de los churros) me trastornó completamente. De pronto, uno de los churros cayó al suelo y yo me apresuré a recogerlo, para dárselo. Sin poder alcanzarla, en un primer momento, la seguí hasta su casa. Llamé y, cuando me abrió la puerta, le pregunté: “¿Es suyo este churro?”, a lo que ella contestó altiva: “Se equivoca de persona, jamás he visto a ese churro”. Y cerró la puerta. Me quedé con el churro en el bolsillo de mi gabán, convencido de haber perdido al amor de mi vida. Pero la suerte fue generosa conmigo y pocas horas después, Geneviève se reencontró conmigo, en el Teatro Real. ¡Debutaba aquel mismo día en el coro! Volví a ofrecerle el churro y esta vez, entre risas, lo aceptó. Geneviéve estaba en aquellos días tratando de adelgazar, disconforme con su cuerpo generoso y sus encuentros con porciones de comida oleosa eran culpables. Por eso me había rechazado en su casa. Bueno, por eso, y por su marido, que dormitaba en el saloncito.
--¿Está usted casada?- preguntó la voz a Carla, cambiando a un tono más urgente.- - Lo estuve –contestó ella, con la misma frágil y tenue amargura que empleaba siempre que se refería a su pasado matrimonio.- - Geneviève y yo fuimos muy felices en esta habitación. Nuestro amor fue sublime, perfecto, superlativo, esplendoroso… Y ahora que te he reencontrado, Geneviéve, volverá a serlo. Tú no lo sabes, pero ya me amas.Carla trató de revelarse al fantasma empleando argumentos sólidos:- ¿Cómo voy a amarte, si ni siquiera puedo verte, ni tocarte?-Eso es una pequeñez. Puedo hacer cosas. De momento, he mejorado tu manera de cantar… ¿No te has dado cuenta?-La que cantaba no era yo –objetó Carla.-Sí eras tú. Puedes hacer más cosas de las que imaginas, ahora que estoy contigo. También yo puedo hacer “cosas” que no supones.Carla notó entonces un cosquilleo muy agradable en la nuca, que fue bajando por su espalda y que se detuvo en la cara interior de sus muslos. -¡Enzo!-Espera, querida, esto no es nada…El móvil sonó otra vez. Como movido por hilos invisibles, se elevó de su posición en la mesilla de noche, voló a través de la habitación y salió por la ventana. Carla estaba demasiado extasiada para advertirlo. Pasaron los minutos y las horas pasaron y en la habitación 108 del hotel Regencia podía verse a una mujer enteramente feliz, cuya compañía invisible lo era en la misma medida. Como por casualidad, una leve objeción a su recién adquirida dicha cruzó la mente de Carla:- - Pero Geneviève era gorda, por lo que me has contado, ¡y yo soy delgadísima! ¡No engordo ni a tirones!
- - Querida, eso corre de mi cuenta… Si pudieras, comprobarías que, desde hace un rato, tienes cinco gramos de barriga.