He seguido (y espero no ser la única persona a la que le pasa) una evolución en mi relación con los libros. Al principio, en mi niñez y adolescencia, disfrutaba con ellos como quien camina por el mundo descubriendo arcoíris; más adelante, en mi etapa como filólogo, crítico y profesor, me acostumbré a advertir en ellos las estrategias literarias, las fuentes de las que bebían, los resortes narrativos que el autor manejaba; y ahora, refugiado en los prolegómenos de mi jubilación, he tomado la decisión de volver al gozo original. O un libro me encandila, deslumbra y entretiene… o le pueden ir dando por retambufa. Faulkner, Joyce, Hemingway y otros sesudos arquitectos no son para mí, a estas alturas/harturas, objeto de interés. Bastante enrevesada y opaca es la vida, en mi opinión, como para añadirle tinieblas artificiales.
Por eso disfruto tanto con libros como Un escorpión en el brazo, de Mariano Sanz: una colección de historias en las que aparecen marinos que cuentan sus aventuras a mujeres tristes; areneros que languidecen al lado de la chimenea, mientras rememoran una desgracia antigua; personas que son capaces de descubrir la proximidad de la muerte mirando las pupilas de otros; muchachos que ejecutan venganzas inspiradas en un cuento de Edgar Allan Poe; cavernícolas que inauguran la infinita cadena del odio de manera casi azarosa; zapateros con un ojo camaleónico, que pasan de héroes a villanos en cuestión de semanas; sacerdotes que escuchan confesiones agrias y sienten la rabia de no poder intervenir en la solución; o crímenes pasionales que se frustran por un detalle nimio.
Y en todas ellas, sustentándolas, aparece la mano habilidosa y experimentada de Mariano Sanz Navarro, murciano de la cosecha del 43, que nos hace felices cada vez que decide publicar un volumen. En los últimos años, nos ha invitado a conocer el Sahara, nos ha contado historias de vampiros y, ahora, en vísperas de Navidad, nos ofrece estos diecinueve relatos cortos maravillosamente escritos. Para no perdérselo.