A veces me sorprendo cuando alguien asegura que la época que estamos viviendo es la peor de la historia. Sería bueno que leyeran un poco de historia y se asomaran, por ejemplo, a la realidad del siglo XIV, repleto de calamidades, y que Barbara W. Tuchman estudia de manera tan magistral en este libro.
Según parece, la intención original de la historiadora era escribir una biografía acerca de unos de los personajes más interesantes del siglo, Enguerrand de Coucy, que fue el prototipo de caballero de la época. Vasallo del rey de Francia, los testimonios escritos que nos han llegado coinciden en mostrarlo como un ser muy apreciado por todos, incluso por sus enemigos. Coucy representa lo mejor y lo peor de una manera de entender la guerra, la de la caballería francesa, que pecaba de una insensata seguridad en sí misma, por lo que apenas atendía a las innovaciones bélicas y tácticas que empezaban a asomar para acabar con la forma de guerra medieval. A pesar de haber logrado victorias notables, la doctrina militar de aquel tiempo carecía de la sofisticación suficiente como para sacarles partido. El final de Coucy, después del desastre que supuso la batalla de Nicópolis, planteada como un firme intento de parar los pies a la expansión en Europa del sultán otomano Bayaceto, fue indigno de un caballero. Después de contemplar como los otomanos degollaban a casi todos sus compañeros prisioneros, que varias jornadas antes mostraban una imprudente confianza en su superioridad, fue encerrado hasta que se pagara un cuantioso rescate por su persona. Murió poco después en su cautiverio.
Pero sería erróneo definir Un espejo lejano como una mera biografía de Enguerrand de Coucy, porque el retrato del caballero no es más que una mera excusa para trazar un profundo fresco de la vida en uno de los peores siglos que ha conocido Europa. Fue un periodo marcado por la interminable Guerra de los Cien años, entre Francia e Inglaterra. Pero también por los estragos que causaba la peste negra, por el hambre que causaba en las clases más humildes la guerra y las malas cosechas, por la profunda crisis social y religiosa que acabó en un doloroso cisma entre Roma y Aviñón, por la violencia de las bandas de mercenarios que saqueaban al pueblo y por las sangrientas revoluciones a las que dio lugar todo ello. Para la mentalidad medieval tanta desgracia solo podía significar que Dios había abandonado al hombre a su suerte. Otros aseguraban que todos esos eventos tenían su lógica en la inminente llegada del Anticristo, ayudado por la proliferación de demonios y brujas y, por consiguiente, del fin del mundo.
El conflicto entre Francia e Inglaterra estuvo marcado por la dolorosa derrota francesa en la batalla de Poitiers (1356), que supuso la cautividad de la flor y nata de la caballería y del mismísimo monarca galo, por los que se pidió un rescate que hundió aún más la economía francesa durante años. En cualquier caso, los problemas internos que posteriormente asolaron a los ingleses y las nuevas tácticas defensivas francesas, obligadas por la escasez de su ejército, volvieron a equilibrar la balanza un par de décadas después. En una época en la que la idea de Estado-nación era todavía incipiente, los reyes debían negociar con los distintos señores las condiciones de cualquier campaña y a veces se producían traiciones dolorosas por parte de personajes tan nocivos como Carlos de Navarra.
Lo cierto es que la principal víctima de la guerra era la gente más humilde, prácticamente abandonada a su suerte por los nobles y por la iglesia, cuando no masacrada por el terror de la peste negra, una plaga caprichosa, que podía acabar con el ochenta por ciento de los habitantes de un pueblo y respetar la villa vecina. Toda esta despoblación y miseria, con hombres y mujeres teniendo que dejar sus aldeas, soldados sin oficio cuando se firmaban las treguas y la población en general teniendo que hacer frente a través de impuestos cada vez más brutales a los gastos de los nobles y la iglesia, conformaban un cóctel explosivo que estalló en forma de brutales levantamientos revolucionarios "para destruir a todos los nobles de la Tierra y que así no haya más" y en la proliferación de las compañías francas, grupos organizados de excombatientes que se dedicaban a extorsionar territorios enteros y con los que nobles tenían que negociar para lograr apaciguarlos.
Era una edad crédula, bastante salvaje, anárquica y de costumbres bárbaras entre las clases populares:
"Entre los pasatiempos aldeanos, había uno en que los jugadores, con las manos atadas a la espalda, competían en matar a cabezazos un gato sujeto a un poste, con riesgo de que les desgarrase las mejillas o les saltase a los ojos. Las trompetas colaboraban a la excitación general. O bien un cerdo, metido en un corral ancho, era acosado por hombres con porras, con regocijo con los espectadores, mientras escapaba chillando hasta que, al fin, perecía a puros golpes. Las gentes medievales, habituadas a las tribulaciones y heridas, disfrutaban con el espectáculo del dolor, antes que sentirse repelidas por él. Los ciudadanos de Mons compraron a la población vecina un criminal para tener el placer de asistir a su descuartizamiento. Tal vez la dura infancia del Medievo produjo adultos que no concedían a los demás mayor importancia que la que ellos habían tenido en sus años de formación."
¿Y qué hacía la Iglesia ante este panorama? Podría parecer que la institución eclesiástica era la última esperanza de quienes lo habían perdido todo, que ofrecería consuelo a los más miserables. La realidad, salvo alguna excepción, era muy distinta. Jamás la Iglesia mostró una rapacidad semejante, una apetencia de bienes materiales tan desmesurada. El mismo papa Clemente VI, escandalizado, se expresaba en estos términos:
"(...)¿qué predicaréis al pueblo? Si humildad, sois los más soberbios de la creación, hinchados, pomposos y suntuosos en lujos. Si pobreza, sois tan rapaces que todos los beneficios del mundo no os bastan. Si castidad... Pero callemos aquí, que Dios sabe lo que cada uno hace y cómo muchos de vosotros hartáis vuestra concupiscencia."
Los intereses naturales de la Iglesia se encontraban claramente del lado de los más poderosos. Ambas partes se retroalimentaban. El noble se encargaba de la administración civil, de mantener una apariencia de orden y de recaudar los impuestos y el sacerdote tenía la tarea de amenazar con el infierno a quien no efectuara puntualmente el trabajo del señor, obedeciera las leyes o no pagase sus impuestos y diezmos. La gente del siglo XIV tenía una constante necesidad de comunicarse con Dios, pero no encontraba un mediador fiable en una Iglesia absolutamente corrompida, por lo que proliferaron sectas como los Begardos o los Hermanos del Espíritu Libre, además de las órdenes mendicantes en el propio seno de la Iglesia, que que predicaban una auténtica pobreza y una comunicación directa con Dios, sin mediadores interesados. El remate a las desgracias del siglo fue el cisma y la coexistencia de dos papas, lo que confundía a la gente humilde, que no sabía que partido tomar. Si la Tierra era un valle de lágrimas y la única esperanza estaba en seguir las enseñanzas de la Iglesia para alcanzar la vida eterna tras la muerte, ¿cómo saber cual era la iglesia verdadera? ¿y si siguiendo a uno de los papas se cometía herejía y se enfurecía a Dios? La principal virtud del libro de Tuchman es conseguir que el lector se ponga en el lugar de estos seres desvalidos, se estremezca experimentando los sucesos de una las épocas más oscuras de la humanidad y, sobre todo, agradezca no haber nacido por aquel entonces.