Revista Cultura y Ocio

Un estoicismo espurio

Por Daniel Vicente Carrillo


Un estoicismo espurio
Los ateos, que tanto deben a Spinoza, han heredado de él su concepción moral, si es que puede atribuírseles alguna en particular. El filósofo de Amsterdam entendió la autocracia del sabio no sólo como una liberación de las convenciones humanas, sino también de las divinas, a las que en su Tratado teológico-político califica despectivamente de historias y ceremonias con las que se persuade al vulgo de aquello que el iluminado puede constatar gracias al entendimiento puro. Semejantemente, el ateo que aspire a la felicidad sabrá prescindir de la religión positiva y de Dios mismo para erigir y sostener su virtud en función de su cabal comprensión del mundo.
Los estoicos clásicos, sin embargo, no eran ateos ni panteístas: creían en el sumo bien. La definición que da Spinoza de lo bueno y lo malo, según aumente o disminuya mi capacidad de obrar y de pensar, no guarda el menor parecido con la definición estoica, que estima bueno todo lo que se opera con rectitud de juicio en vistas a un fin noble, acorde con la sociabilidad, y malo aquello que se le opone. Spinoza, por su parte, niega los fines, pues todo lo deriva de una necesidad geométrica en la que incluye indistintamente las acciones heroicas y las villanas.
Para estoicos como Séneca o Marco Aurelio lo que está sujeto a la fortuna y no se corresponde con la naturaleza humana no es ni bueno ni malo, y no puede dañarnos mientras nosotros no se lo consintamos con nuestra opinión. Para Spinoza, el pensamiento conducente a la beatitud es el amor intelectual hacia Dios-Naturaleza, el cual se alcanza mediante la purificación del entendimiento y la conversión de las pasiones en acciones. Es decir, el amor hacia lo que para Séneca y Marco Aurelio es despreciable e indiferente.
Vemos, pues, que la estima de la virtud por sí misma es en los genuinos estoicos un fin en sí sólo y en tanto que depende del bien supremo. Tal virtud está reservada a los buenos, que la buscan con su razón y con sus obras, ya que es justo que lo bueno, el sabio, se una a lo óptimo, Dios. Con todo, los bienes de la fortuna, al estar distribuidos entre los buenos y los malos por igual, no dependen del bien supremo -que distribuye siempre con justicia- y, por tanto, no son un verdadero bien.
El bien o es absoluto o es relativo. Si es relativo, lo es en función de un valor absoluto; y puesto que nada que no sea el bien puede sustentar al bien, el bien es absoluto. Mas ¿dónde se encuentra este bien absoluto? ¿En qué hombre, en qué pensamiento o en qué rincón del universo? Si la moral reside en la intención, ¿a dónde hemos de dirigirla? Es falso que en la virtud radica la felicidad, dado que hay hombres perversos que son felices y otros excelentes que son desdichados. Procede decir, más bien, que el hombre bueno, si quiere ser perfecto, debe ser feliz por mor de su bondad. Pero este deber ¿de dónde mana?
El absurdo de una virtud buena en sí misma sin un bien supremo y objetivo que la avale es tan ajena al pensamiento estoico que se diría que es su opuesto. No soy bueno por hacer un bien a mi prójimo, sino que hago un bien a mi prójimo porque soy bueno. Mi bondad radica en desear el bien antes de hacerlo y con independencia de que obrar así me sea favorable; un bien, por consiguiente, inmaterial, intemporal e infinitamente superior a mí mismo.


"Así es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le hemos tratado, así nos trata a su vez. Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios." - Séneca


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