Leo y recomiendo leer la breve y buena síntesis que escribe Juan Vicente Boo de esta encíclica. Comienza así:
El Papa Francisco se mueve rápido, y ha podido presentar su primera encíclica a menos de cuatro meses de su elección gracias a que el trabajo estaba «prácticamente completado» por Benedicto XVI, cuyasolidez teológica se nota en cada página de un documento enriquecido con el afecto y el calor vital de su sucesor. [Lee aquí el texto completo de la encíclica] (...)
Es muy recomendable leer el texto completo. En una lectura rápida, salta a la vista este pequeño extracto sobre ídolos e idolatría:
Sobre ídolos e idolatría
(...) Martin Buber citaba esta definición de idolatría del rabino de Kock: se da idolatría cuando « un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un rostro ».
En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido, porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, no hay riesgo de una llamada que haga salir de las propias seguridades, porque los ídolos « tienen boca y no hablan » (Sal 115,5).
Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos.
Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia.
Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto.
Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: « Fíate de mí ». La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal.
Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia.
La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios. He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos. (...)