Il n'y a pas de plus profonde solitude
que celle du samouraï
si ce n'est celle
d'un tigre dans la jungle...
peut-ètre...
Le Bushido
Con estas frases tan pretendidamente conceptuales al más puro estilo oriental que a mediados de los sesenta del siglo pasado hicieron furor en la sociedad occidental y más concretamente europea, se inicia la que acabaría siendo una pieza capital en la cinematografía francesa al extremo que incluso este comentarista que suscribe debe concordar con el sentimiento general y admitir que la película bien vale dedicarle un espacio ni que sea en lugar tan discreto como éste en el que nos hallamos.
La película en cuestión se titula en su versión original Le Samouraï, estrenada en el año 1967, y recibió una buena puñalada trapera de la mano de los traductores de títulos al castellano que le hicieron la faena de ponerle la sobredosis explicativa de El silencio de un hombre, cuando lo más fácil y oportuno hubiera sido, simplemente, titularla como El Samurai.
(Para algunos tontos que subsisten, aunque parezca mentira, lo simple es lo más alejado a lo inteligente: no hay más que fijarse en las traducciones de títulos)
El cineasta Jean-Pierre Melville en colaboración con el guionista Georges Pellegrin se inspiró en la novela escrita por una tal Joan McLeod titulada The Ronin, para pergeñar un guión cinematográfico en el que verter buena parte de la mitología y simbología del guerrero solitario, del hombre de armas que, apartado del mundo, se conduce y rige por un código propio.
Melville, hombre de cine acostumbrado a dirigir sus propios guiones, toma inspiración por una parte de Oriente y por otra de Occidente: imaginariamente oriental en la filosofía que impregna a su protagonista y lo más occidental que puede ser un francés cuando trata de reflejar un aspecto visual semejante al cine estadounidense y más precisamente aquellas películas de cine negro -expresión acuñada en Francia por un italiano hijo de suizos- que hicieron furor en la segunda posguerra, hazañas de asesinos y criminales, policías de todo tipo y mujeres fuertes y bonitas, siempre bajo el contraste de una iluminación dura, casi feroz, rayando el expresionismo tan europeo a pesar de la fagocitación hollywoodiense favorecida por la emigración bélica de unos lustros atrás.
Esa fascinación por el cine negro de Melville es perfectamente entendible en una sociedad francesa que se hallaba en ebullición incubando ya los acontecimientos del mayo más famoso de la historia reciente y toda esa violencia lógicamente debía desatarse en un momento u otro en la gran pantalla: las películas de gángsters habían dado grandes alegrías en las dos décadas anteriores y el cine francés se hallaba muy predispuesto a seguir el filón y camino marcados y lo cierto es que los resultados acompañaron la empresa en muchas ocasiones y Melville disfruta rodando: se nota la pasión que sabe imprimir en cada escena.
Contra lo que ocurre en otros casos, una de las virtudes de Melville es la contención: en una búsqueda intensa de la economía de medios visuales dirigida a reforzar el concepto, ya desde la confección del guión la austeridad es una virtud que no abandonará la película desde el primer minuto de metraje: los diálogos están medidos, recortados, limados, delimitados persiguiendo y obteniendo un laconismo no falto de expresividad y fuerza.
Jeff Costello (Alain Delon) es un asesino a sueldo metódico y frío que sabe preparar sus acciones criminales y se procura una buena coartada; pero cuando acaba de ejecutar un encargo es visto por Valérie (Caty Rosier) una pianista de jazz que actúa en el club donde Jeff comete el asesinato; el superintendente de la policía (François Périer) sospechará de Jeff, pero la coartada que le ofrece su amiga Jane Lagrange (Nathalie Delon) será un salvoconducto para Jeff que podrá volver a su piso.
Un piso que apenas es una habitación con una cocina americana y una cama, dos ventanales cubiertos por mugrientas cortinas y una mesa camilla con un pajarito enjaulado que trina constantemente. Ese pajarillo es la metáfora del propio Jeff, solitario encerrado en su piso -cuatro paredes- que abandonará para matar por encargo.
Melville centra la narración en Jeff, muy bien representado por un joven Alain Delon que sabe sostener con garbo la profusión de primeros planos que más que enseñar el personaje parecen escudriñarlo, mirarlo con lupa, someterlo al microscopio público para averiguar qué es lo que pasa por la mente de ese asesino implacable que de forma sorprendente deja con vida a la mujer que le ha visto.
Y la trama se complica cuando Valérie se niega a reconocer a Jeff como autor del crimen. Y cuando Jeff recibe un balazo en lugar del sobre prometido con sus honorarios.
Jeff se enfrenta a dos interrogantes y tratará por todos los medios de esclarecerlos; ambos. Y lo hará con una serenidad y frialdad desacostumbradas: sin aspavientos, sin gritos, sin prisas: inmerso en una convicción del destino marcado, obrará con un pronunciado fatalismo. Pero eso ya forma parte del intríngulis del guión y conviene dejarlo a un lado por si todavía queda alguien que no haya visto este clásico del cine galo.
Esta película de Melville, una de las mejores de su filmografía, tiene algo indefinible que la hace atractiva, porque si mi primer recuerdo, de hace años, pertenece a la televisión, fija quedó en mi memoria su condición de película en blanco y negro, cuando en realidad está filmada en color: repasada en poco tiempo por dos veces, siguen sus escenas guardadas en mi retina en blanco y negro a pesar de saber a ciencia cierta que es de color; por lo mismo, alguna flojedad del guión acaba pasando desapercibida y la trama, siendo conocida, engancha de nuevo.
Si los diálogos son breves, Melville escribe la película emplazando la cámara con elegancia y sencillez, reforzando los significados de los gestos que nos ahorrarán palabras: da el aire suficiente a sus actores -especialmente a Alain Delon- para que más que decir sientan su personaje, y sabe moverla con celeridad y planificar acertadamente las escenas de acción, especialmente una intensa persecución en la que el perseguido va a pié.
La excelente música de François de Roubaix y la labor de Henri Decaë y Jean Charvein como camarógrafos (el primero, también, como responsable de la fotografía) evidentemente tienen mucho que aportar a ese resultado final que permite a Melville recrear en su París las acciones de un individuo solitario que trata de no depender de nadie; que domina sus sentimientos naturales de miedo, pánico, amor y soledad, pero quizás no tanto como a él le gustaría o convendría para seguir siendo la escurridiza presa que se escabulle de las garras policiales y asesta un golpe más, como un soldado temible, inalcanzable y mortal que tan sólo se permite la dependencia de un pajarito tan solitario y prisionero como él mismo.
Si una de esas tardes de otoño ven que disponen de una hora y tres cuartos, sin duda que un visionado de esta vieja película francesa les reconfortará el ánimo y les hará creer que, en el cine, todo es posible: hasta que a mí me guste una película gala. Y si les recuerda a alguna otra, no olviden que es del 67.
Aperitivo: