En el muelle, esperando
Me entusiasmaba la idea de aterrizar en Los Roques casi justo después del amanecer. Estaba previsto que mi vuelo llegara a las seis y media de la mañana, pero justo a esa hora embarcábamos en Caracas tras el ya acostumbrado retraso de Aerotuy, la única aerolínea que vuela al archipiélago en un avión(cito) más o menos grande y que le quita el susto a los que no quieren subirse a las avionetas que sí tienen vuelos más frecuentes. Aún así, estar desde temprano entre tanto azul era ya encantador; nada me seduce más que sus colores, que sus calles de arena y esa prisa de llegar a ninguna parte que se respira en todo el pueblo.
Había estado hace un año, casi en la misma fecha, y uno va por ahí saludando como el propio alcalde, reencontrándose con varias risas, actualizando las historias. Camino por el Gran Roque como si fuera la sala de mi casa, me despeina la brisa -que no la recordaba tan fuerte- y me voy despojando de la ciudad a cada paso. Llego a Posada Eva, al frente de la laguna, en medio de ese descaro de aire fresco y siento que nada puede ser mejor que estar ahí.
La posada, pequeña y amable, es un buen refugio para pasar unos días en Los Roques sin hacer un gasto excesivo. Sabemos que es un destino costoso, pero lo vale. No me importa lo que me digan. Sin embargo, si se quiere ahorrar un poco -o mucho- Posada Eva es perfecta y de eso hablaré luego. Dejo mi maletín allí y me alisto para estar en la playa.
En el Gran Roque, todas las casas son de colores
En Los Roques todo sucede sin mucho esfuerzo. Decides qué cayo quieres visitar, vas al muelle y le pides que te lleven con las sillas, el toldo, la cava con agua necesaria y un buen almuerzo. Todo eso también se puede hacer desde la posada y así no hay más preocupación que la de llegar a la hora indicada, subirse a la lancha y comenzar a ver todos los azules insólitos que conforman el archipiélago.
Ya he dicho antes que podría contar muchas cosas de Los Roques, como que fue declarado Parque Nacional en 1972, o que es el tercer parque más virgen del mundo, o que tiene bajo sus aguas una de las más importante barreras coralinas. Podría decir mucho, pero prefiero detenerme en la sencillez de sus calles, en los colores de sus casas, en sus matices de azules. No va a dejar de sorprenderme nunca como parece que saliera luz debajo del agua, como se pueden caminar grandes distancias dentro del mar y el agua aún sigue llegando por la cintura, como puedes caminar entre las estrellas de mar y ver a las tortugas tan de cerca que parece un sueño. Prefiero eso, la certeza de que estoy en un lugar único que invita a caminarlo y sentirlo.
Así se ve Francisquí
El primer día me quedo en Francisquí de arriba. Uno de los cayos más cercanos al Gran Roque -la única isla poblada- y que para mí es uno de los más hermosos. Elijo estar ahí porque horas más tarde asistiría a una boda que es la razón de mi viaje y no hay motivo para alejarse tanto. De Francisquí me atrapa su calma, su contraste de azules, sus yates anclados; su profundidad de un lado y su calidez por el otro.
Días antes había cruzado correos con Pablo Strubell, un viajero y escritor que debe estar por Tanzania mientras escribo esto, y me contó que Francisquí debe su nombre a su abuelo que se llamaba Francisnky. No hay muchos detalles en la historia. Al parecer en aquella época, quien cartografió Los Roques era amigo del señor y le puso su nombre porque le pareció divertido, pero no se sabe mucho más. Mientras estoy allá, intento preguntar sobre esto, pero todo el pueblo está concentrado en los dos matrimonios de ese fin de semana y en recibir a los viajeros.
Me permito contarles que la boda fue una de las más hermosas que he visto. A la orilla del mar, bajo un atardecer que parecía un cuadro, llena de detalles muy lejanos a una boda tradicional. Allí, en la arena, estuvimos hasta el borde de la madrugada celebrando la felicidad de los novios y la belleza del paisaje.
Los novios, felices
Y otra vez al mar
Al día siguiente el sol nos despertó con el entusiasmo de probar suerte y nadar con las tortugas en Cayo Noronquí. Había pasado una vez por ahí y no me detuve. Esa vez, desde la lancha, alcancé a ver a dos tortugas moviéndose con gracia y ahora me divertía la idea de verlas más de cerca, de nadar a su lado así sea por unos segundos. Pero no hubo suerte. Creo que había mucha gente y las tortugas estaban tímidas y me quedé con las ganas, aunque sumergida feliz en ese claridad, en un azul distinto. Había algas y no me molestaron –siempre me molestan- y también habían erizos, pero se puede caminar con calma entre ellos y esquivarlos con facilidad porque el agua es tan transparente que se ven sin problema.
El agua clarita de Noronquí
La amplitud de Madrisquí
El escándalo de guanaguanares
De Noronquí, seguimos a la laguna de Rabusquí, a esa amplitud de agua azulita pintada con algunos manglares, donde el agua llega a la cintura y las estrellas de mar aparecen gloriosas. Todos quieren tocarlas, pero hay que entender que no debemos sacarlas del agua para no dañarlas. Apenas bajo de la lancha, coloco un pie sobre un erizo que no vi, pero no fue ni tan fuerte el pinchazo, ni tan grande el erizo, así que sigo, pero con cuidado. No recuerdo cuánto tiempo estuve aquí. Sí recuerdo la brisa, el agua cálida y un frío repentino que olvidé apenas subí de nuevo a la embarcación para seguir el camino hasta Crasquí.
Antes de llegar, hacemos una parada breve en el Palafito, ese sitio que no me deja de parecer misterioso. Una casa muy rudimentaria y de madera ahí en el medio del mar, en la que no hay nada, sino madera vieja y mar azul. En algún momento ese palafito fue propiedad de una familia, pero ahora es el sitio en el que los pescadores se quedan en sus hamacas, durante la temporada de langostas (de noviembre a abril) para no tener que ir y venir por el archipiélago. Al salir de ahí, reposamos en la parte de atrás de Crasquí, más solitaria y apartada de los restaurantes, de los otros toldos. Lejos del ruido. La tarde pasa silenciosa, divertida, soleada.
Como al día siguiente tenía que volver a Caracas, no podía alejarme mucho del Gran Roque. Era domingo y desperté con la calma precisa que merece ese día. Llegamos hasta Madrisquí, el cayo más cercano y allí me quedé exprimiendo a Los Roques, al lado del escándalo de los guanaguanares y ese azul que me hipnotiza. Siempre voy a querer volver.