Alvar Aalto ya había estado en los toros. En Barcelona le habían llevado a la Monumental, y se lo había pasado muy bien. Por eso los madrileños pensaron que ya no tenía mucho sentido llevarle a Las Ventas. Ese objetivo ya estaba cubierto.
Aalto y Moragas en la plaza de toros de Barcelona. 1951Fotografía cortesía de Santiago de Molina, amable seguidor de este blog.
En realidad el finlandés no parecía estar dispuesto a que le llevaran a ningún sitio. Quería andorrear por Madrid a su aire y perderse él solo. Quería, como buen turista, hacer unas compras.
Fernando Chueca se ofreció amablemente a acompañarle y hacerle de intérprete, pero él mismo contó después que sentía que le había estorbado y que Alvar Aalto habría preferido estar solo y a sus anchas.
Al forastero no le interesaban ni los museos, ni los monumentos, ni los espacios urbanos de Madrid, sino solo los souvenirs y las chorradas que le gustarían a cualquier persona inculta y simplona; las españoladas más evidentes y descaradas. (¡Qué consternación! ¡Qué vergüenza!).
Entraron los dos arquitectos en la prestigiosa Casa de Linares. Alvar Aalto se volvió loco comprando peinetas y otros abalorios, y cuando descubrió las castañuelas se lanzó a por ellas: tocaba la madera, acariciaba su curvatura, por las caras cóncavas y las convexas, las chocaba para que sonaran y se las quedaba escuchando como si fueran diapasones. Finalmente se quedó con un par.
Fueron a la caja y el empelado se puso rojo. Avergonzado y tímido le dijo a Chueca que las castañuelas que había elegido el señor extranjero eran de profesional, las mejores que había, y costaban cuatrocientas cincuenta pesetas. Para llevarlas de recuerdo había muchas muy buenas, de entre quince y veinte pesetas.
Así se lo explicó Chueca a Aalto, para que este enmendara su involuntario y costosísimo error, pero el finlandés no solo no lo corrigió, sino que se puso muy contento. Eso demostraba que conocía la madera mejor que nadie. Amaba los materiales, y aunque no tenía ni idea de castañuelas había sabido elegir las mejores. Le entusiasmó ese halago a su ojo clínico, que había despreciado las castañuelas de veinte pesetas para turistas y había ido derecho a las de cuatrocientas cincuenta, a las de verdad.
La cuenta total ascendía a seiscientas pesetas, que el finlandés pagó encantado.
Tras este éxito de experto flamencólogo, fue a comprar unos pendientes para su hija y un corte de tela de gabardina para él.
Finalmente, Aalto y Chueca terminaron en el bar del Hotel Palace, tomando unas copas. Charlaron animadamente, y el madrileño sintió un vivo afecto por el finlandés (más vivo a cada nuevo whisky). No acabaron cantando el Asturiaspatriaquerida porque Alvar Aalto no se la sabía.
Se despidieron afectuosamente. Chueca echó a andar por la Carrera de San Jerónimo, y Aalto, ya solo, ya libre de anfitriones pesados, fue al mostrador de recepción.
-Per favó. Io Finlandia. Io tablao flamenco. -Sacó las castañuelas-. Io tacatacatatá ¡y olé!
-¡Cómo no, caballero! Aquí mismo, muy cerca...
El gran arquitecto finlandés fue por fin libre, en la noche de Madrid. Tacatacatatá ¡y olé!
Este cartel es una invención-chorrada mía.En 1951 aún no existía eso de que pusieran tu nombre en un cartel,pero de haber existido, seguramente Aalto se lo habría puesto.
Otro de los momentos memorables de la visita de Aalto a Madrid tuvo lugar en la casa de Luis Gutiérrez Soto.
Si Carlos de Miguel era el director de la revista Arquitectura, y el anfitrión de la visita de Alvar Aalto a Madrid, el gran hermano mayor era Luis Gutiérrez Soto. Por edad, por prestigio, por poder económico, por prestancia y por todo, era el líder del grupo, y por lo tanto la gran cena de despedida tenía que hacerse en su casa.
Tenía (como no podía ser menos) dos magníficos pisos en la esquina de las calles de Padilla y de Núñez de Balboa (buena esquina), uno encima del otro, comunicados interiormente por una escalera de caracol. El de arriba era su vivienda y el de abajo su estudio.
Preparó una estupenda cena, servida por camareros, en uno de sus grandes salones, y sentó a Alvar Aalto a su lado.
La cena transcurrió con gran cordialidad. Alvar Aalto hablaba con sencillez de su obra y de su concepción de la arquitectura y de la vida, y también escuchaba con interés las ideas y opiniones de los demás.
Fue una velada inolvidable (como se suele decir). Hablaron, bebieron, cantaron, rieron, y todos terminaron encantados y felices.
Se despidieron cordialmente, y ya en la calle se abrazaron a Alvar Aalto. Este tomó un taxi para irse a su hotel y los demás se separaron, para irse cada uno a su casa.
Pero Rafael Aburto se acercó a Carlos de Miguel, en un aparte final. Parecía haber estado esperando todo el tiempo a quedarse a solas con él. Así lo entendió De Miguel, que le recibió expectante.
¿Qué le querría decir Rafael? ¿Qué habría estado guardándose? Estaba seguro de que sería algo muy importante: Alvar Aalto, la arquitectura moderna, nuevas perspectivas para la arquitectura española, alguna idea de trabajo, alguna propuesta, alguna conclusión, alguna observación definitiva...
-Oye, Carlos... Quería comentarte una cosa.
-Sí. Dime, Rafael.
-¿Te has fijado... ahí, en casa de Luis...?
-¿Sí?
-Estaba Alvar Aalto sentado tal que aquí, y Luis ahí, ¿no?
-Sí. Sí.
-A la izquierda de Luis, detrás, había un piano de cola.
-¿?
-Y sobre el piano había un mantón de Manila.
-¿?
-Oye, Carlos: ¿De qué color era el mantón?
-¿Eh?
-Sí. El mantón de Manila. ¿De qué color era?
Carlos de Miguel se quedó unos segundos perplejo, boquiabierto, y al cabo, viendo la expresión de franco interés de Rafael Aburto, que esperaba su opinión, le dio un ataque de risa. Tuvo que apoyarse en la fachada de Núñez de Balboa.
LOS COMENTARIOS (2)
publicado el 09 abril a las 12:44
DEJAD A LOS ANIMALES EN PAZ VERDUGOS
publicado el 09 abril a las 12:43
que asco, que verguenza , que gentuza