El que conoce el arte de vivir consigo mismo ignora el aburrimiento.
Erasmo de Rotterdam
Hay quien ya no se cuestiona nada nunca y deja pasar los días y observa cómo se persiguen, hasta qué violento extremo se amenazan y se muerden. Los días se muerden y las noches sangran. Los días persiguiéndose, voraces. Pienso en esto, en los días como una bendición (laica, of course) o en una condena (bíblica, claro está) y me acuerdo de un amigo de muy fácil ingreso en el aburrimiento. Un tipo de aburrimiento existencial, patológico, de los adentros menos visibles de su ser. Una de las cosas más terribles que le puede pasar a alguien es que se aburra. Conozco a quien le pide a Dios salud, trabajo, amor. Quien prescinde de la injerencia divina y alimenta la esperanza de que la fortuna, al paradójico modo de un dios caprichoso, le conceda sus deseos. Sé de quien no se arredra en pedir que su equipo gane la liga de fútbol o que la lotería le agracie escandalosamente. Conozco gente admirable que reza a diario para que los santos del cielo no le ignoren, pero cuesta encontrar a quien le pida al azar o a la suma de todos los azares o al cielo puro o a la mecánica cuántica, qué sé yo, que la vida no le permita aburrirse. Que sobrelleve los días sin que una brizna de tedio le aflija. Que se muera a caballo de algo y a toda prisa, en galope furioso, en colmo de brío, agitado por el viento.
Ya no veo a este amigo (R.M.J.) pero seguro que, de puro aburrido, no se arredraba en eso, no está enganchado al facebook ni le da por ver si los amigos antiguos publican cosas en la Red. De mí decía justamente lo contrario, que era fácil contentarme, que a todo daba asilo lúdico y en todo veía motivo de alborozo.. Como si fuese un vicio o como si mi cabeza fuese ligera y liviana, ojalá lo sea, no es eso un obstáculo para ser feliz, pienso ahora. Sé, no obstante, que no me he aburrido en mi vida. Uno dice estas cosas con un poco de pudor, azorado, turbado por exhibir algo mío que pudiera, en otros, despertar algún tipo de envidia o de perplejidad. Yo lo que admiro es otra virtud de la que yo carezco y que he visto, en ocasiones, en los demás espléndidamente ejecutada: la de no hacer nada y no sentir que el cielo se desploma o que esa cabeza, agotada por esa pasividad improductiva, bombeara veneno, se maleara hasta que el corazón, atento al desquicio de su compañero de batalla, pidiera urgentemente una liberación, un poco de actividad, cine negro de la RKO, un paseo por el campo a la caída de la tarde, un café con los amigos en una terraza del centro, un disco de Mahler, un libro de poemas de Ángel González. Nada grave.
Creo firmemente en la salvación del alma por la vía de la cultura. No se salva porque trascienda la cárcel del cuerpo y se eleve en un paroxismo de pureza y de complicidad con lo divino sino porque está entera y está alerta mientras vive, sensible mientras respira. Al alma la astilla la vida desde que se forma en el feto fundacional. La corrompe y la desguaza. Al alma, a ese artilugio con el que nos enfrentamos al más allá, se le confían labores que no siempre está a la altura de realizar. Se le pide que no se enfangue en demasía, que se preserve del mal y que no se arredre cuando se le exija un plus de valentía, un ir más lejos y salvar algo de lo que nos identifica como humanos. No sé yo eso de ser humanos qué significa en realidad. Si requiere un adiestramiento o si lo más acendradamente humano se revela solo, sin que intermedie la cultura. El hombre, y no les quepa duda de que la mujer también, es un animal temerario, uno lo suficientemente retorcido y perverso como para dañar a su prójimo e incluso para dañarse a sí mismo. No sé tampoco (esto va de incertidumbres a lo visto) si todos estos milenios de cultura (qué sabemos sobre la cultura, qué equipaje tan impreciso) solo han confirmado ese retorcimimiento y esa perversión. Cabe incluso pensar que la mala leche, dicho así de una manera abrupta y pandillera, ha ido creciendo al paso en que la civilización se ha ido esmerando en su progreso.
Me pregunto si todo el mal que nos aflige no vendrá del dolor de estar solo y de no aceptarlo, de aburrirnos y de no saber con qué aliviar el aburrimiento, de estar delante de una pantalla de televisión y no advertir el movimiento de los planetas. Al alma, al alma que se esfuerza en irse conociendo y en no contradecir más de la cuenta lo que le conviene y agrada, la voy yo mimando en lo que puedo. Hago de esos mimos un oficio. El día en que todo se pone en contra y el gris ocupa el cielo es porque la he descuidado o porque le he dado la espalda. A veces me basta sentarme un momento y recapacitar sobre lo que se ha fastidiado. Pensar en el movimientos de los planetas. No siempre funciona. Hay ocasiones en las que no hay manera de echarla andar de nuevo. Al alma, digo. No hay forma de que sonría y se apueste en la barra de los bares y sienta que el mundo fluye, los planetas registran órbitas fabulosas o que la lluvia, en la calle, está preciosa. Y entonces, pensando en eso, cayendo en la cuenta de esas cosas, alejo el aburrimiento y noto que el corazón se me espabila, la sangre se me encabrita en sus aljibes y el pecho se me abomba por el peso puro del aire recién ingresado. Ojalá suceda siempre, ah amable lector. Como si hubiese un interruptor por ahí adentro que nos encienda y nos haga ver la secreta hondura de las cosas, el nombre de Dios o la fórmula que permite la alegría sencilla de sabernos elegidos de algo.