Tan destrozado por dentro como por fuera, arropado por sábanas empapadas en mar, sumido en un oscuro y profundo malestar similar a un cáncer terminal. Una debilidad que mantenía a Mario petrificado en su cama tan vacío como la muda de un insecto.
Su madre en un intento de sacarle de su trance ha preparado un desayuno en la terraza. Ha exprimido naranjas, ha cortado las tostadas y ha preparado tomate con aceite y sal. Ha cortado sus mejores hortensias y las ha colocado en un gran jarrón de cristal con agua. Piensa que así podrá alegrar a su hijo.
Mario se arrastra por el pasillo agarrándose a las paredes hasta dejarse caer en la silla de mimbre. Lo primero que enfoca es el color blanco de las flores. Sabe que su madre está preocupada por él.
Agarra el zumo que se tambalea en su mano y toma un pequeño sorbo.
Entonces vuelve a ocurrir, un salto en el tiempo, un viaje a otra vida. Según Susan, su psiquiatra, un brote de alucinaciones. Ahora se encuentra en una calle, arrastrado por una señora que le llama hijo y le obliga a correr por la calle mientras los edificios de una ciudad caen a su alrededor.
El sonido es tan ensordecedor que solo puede ver a la mujer moviendo los labios pero no entiende lo que dice. Se meten en el agrietado pasillo de un edificio, allí hay más gente atendida por un equipo sanitario. Las luces del pasillo se van y se vienen. Hay polvo por todos lados y muchos niños llevan mascarillas de oxígeno.
La mujer le coloca a él una mascarilla de oxígeno y comienza a notar como sus articulaciones se relajan.
Mario mira su desayuno, ha comenzado a llover, las tostadas se han quedado reblandecidas, el zumo es pura agua. Cuando intenta levantarse para resguardarse sus piernas fallan y cae de nuevo a la silla. Mira hacia la casa pero su madre no está allí, sobre la mesa un geco le mira fijamente. Las gotas resbalan por su piel escamosa y Mario piensa así soy yo: un geco en medio de una tormenta.