Revista Cultura y Ocio

"un golpe de suerte"

Por Orlando Tunnermann
UN GOLPE DE SUERTE
Veía la vida pasar, como un manchurrón nefando que mancillara el buen nombre de la segoviana Plaza de San Nicolás.
La gente era como un gran batallón de almas solitarias y presurosas que se dirigieran al encuentro de sus destinos, mucho más feraces que el suyo, nimbado por un despliegue acartonado de horizontes caliginosos y umbríos.
No se apercibían de su presencia, y cuando lo hacían, vertían sobre su infausta figura magra y negra torvas miradas de repulsa, desprecio o sobrecogimiento.
Yadur recogió su astroso zurrón de tela vaquera gris, jalonada de chinchetas amarillas con caras sonrientes, y se dirigió a su segundo hogar favorito, en una esquina recoleta y tranquila de la iglesia de la Trinidad.
A veces, en los días de ganancias pingües, su vasito de plástico transparente se llenaba de doradas monedas de 20 o 50 céntimos de euro. Algunos mucho más manirrotos, introducían en su rudimentaria hucha una moneda de un euro.
Había gente magnánima… y también aviesa, como las hordas montaraces de muchachos ebrios que surgían los fines de semana en tropel desde la Plaza Mayor hasta la de San Esteban, o en la calle de la Judería vieja y la del Marqués del Arco.
Le solían escupir e increpar. Yadur removió su exiguo tesoro y recordó con lágrimas de impotencia cómo el año pasado, en aquella misma esquina, un torbellino de adolescentes achispados le robaban las “enaguas famélicas” de su misérrima recaudación.
Uno de aquellos bribones era amigo de su hermana Keitara. Los había visto juntos muchas veces, acaramelados en íntimas conversaciones, más allá de la calle de Batanes y la de Lérida, casi justo al lado del Cementerio Municipal.
Era un lugar raro y siniestro, caviló Yadur, para mantener una conversación. Keitara tenía muchos amigos porque era una preciosa diosa de ébano… Se le anegaron los ojos negros de lágrimas de orgullo, al pensar en su hermana menor como una heroína triunfadora que había dejado atrás las penurias infernales del periplo en patera, cinco años atrás, desde la remota y añorada Zimbabwe.
Keitara vivía en un piso pequeño en la calle del Clavel junto a cuatro amigas más, que a su vez, también tenían una ingente cantidad de amigos.
Yadur se regocijaba de la fortuna de su hermana, tan bella y pródiga en amistades. Él estaba solo. Debía ser porque su mente no había crecido igual que su cuerpo. Solía ver a Keitara a menudo. Ella le traía siempre regalos, comida, ropa nueva y mantas para cubrirse por las noches. Los cartones no eran sanos, eso decía Keitara.
Hoy le había traído un nuevo presente. Como un niño díscolo que no quisiera crecer, pese a la certeza de que jamás volvería a cumplir los 36, extrajo de su apaleado zurrón una lata de metal repleta de galletas de chocolate y fresa.
A Yadur le encantaban los dulces, pero mucho más la bella dama que aparecía en la tapa, tan elegante con su uniforme negro de doncella y la cofia blanca sobre su melena negra, y una sonrisa tan linda que a él le hacía sonreír también
Le sacó de sus hondas reflexiones el canto jubiloso de una niña de dorada cabellera, traje de princesa y mirada añil.
Daba brincos graciosos, como las ranas en las charcas, pensó Yadur cuando la vio aparecer. Se apoyaba en una pierna y después, saltaba sobre la otra. Parecía tan risueña y feliz…
Yadur se sintió tentado de ser su nuevo mejor amigo y ondeó la mano en señal de saludo. La pequeña princesa imitó su ademán, brindándole una sonrisa cariñosa y sincera.
Después, acaso arrepentida de su descaro, miró a sus progenitores, dubitativa. Venían justo detrás. Su porte aristocrático no dejaba dudas sobre la holgura de sus “alforjas” pecuniarias.
La niña no reanudó sus juegos, cojeando, saltando, canturreando, hasta que su madre, una mujer alta y rubia de exquisita elegancia y belleza, dio su anuencia con un leve ademán de su cabeza.
Un tronido pavoroso en el tejado de la iglesia sobrecogió a Yadur. Había cuatro albañiles reparando la cubierta. La pequeña izó la cabecita y en su rostro delicado y sin mácula se plasmó el miedo.
Yadur alzo la mirada y comprendió de inmediato el motivo de tal deformidad en su expresión.
El callejero naufrago africano arrojó a un lado la venerada caja de galletas que le había regalado Keitara y saltó como un depredador hacia la pequeña, que se había quedado muda, petrificada de miedo, como una efigie ancestral de piedra medieval.
Su cuerpo frágil y delgado cayó sobre la pequeña. Escuchó sus gemiditos menoscabados y los suyos propios. Una treintena de tejas se habían hecho trizas al impactar contra el suelo. Algunas le habían destrozado los omóplatos y la espalda al infausto Yadur.
Tenía cortes por todo el cuerpo. Bajo los cascotes, se convulsionaban como culebras pisoteadas la risueña chiquilla y el superviviente africano que no quería crecer, enamorado de una vulgar sirvienta dibujada en la tapa de una lata de galletas.
Yadur abrazó a la pequeña para consolarla. Al poco tiempo, su sollozo se tornó leve susurro apagado. Le embadurnaron la camiseta blanca y mugrienta sus lágrimas.
En la pechera, podía leerse un lema risible: “Las chicas de Ibiza, cuando salen de marcha, lo pasan en grande y nunca tienen prisa”.VÍCTOR VIRGÓS, AUTOR DE "LA CASA DE LAS 1000 PUERTAS", DISPONIBLE EN WWW.AMAZON.ES FORMATO ELECTRÓNICO

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