En el corto plazo de solo dos semanas, a caballo entre el final de 2016 y principios de 2017, asistí a las funciones de “El holandés errante” (R. Wagner-1843) en el Teatro Real de Madrid (también allí en el 2010) y luego semirepresentada en el Palau de la Música de Valencia, con resultado tan desigual como corresponde a lo que pude, más que ver, escuchar.
Al margen de la inusual (por acertada) escenografía del “Bausista” Alex Ollé, en el Teatro Real me ocurrió lo que solo la más caprichosa casualidad puede pergueñar. En mi programa de mano faltaba la hoja anexa que anunciaba la sustitución del “holandés” (Evgeny Nikitin) por otro barítono (Thomas Johannes Mayer) y hasta aquí todo dentro de cierta normalidad. Lo realmente sorprendente es que el sustituto cantaba el papel vestido de particular tras un atril en un costado del escenario al que yo no tenía acceso visual, mientras el cantante titular evolucionaba y movía los labios en playback con aparente sincronicidad. Aun así, durante toda la representación me pareció escuchar al holandés con una extraña reverberación, pero no fui capaz de advertir la verdad hasta que mi hermana me lo pudo explicar. Que el cantante titular estuviera indispuesto al igual que el suplente oficial y por tanto se tuviera que buscar “in extremis” otro (desconocedor, claro, de los movimientos escénicos) a la vez que yo no lo podía divisar, resulto una concatenación de casuales circunstancias tal que me sumió en un singular engaño vocal, imposible de replicar y que se ganó un lugar en mi anecdotario operístico personal. Todavía hoy me pregunto como pudo aceptar el reputado Nikitin esa mascarada de disparatado karaoke familiar.
Rechazadas (por el mismo Wagner) sus tres óperas de iniciación (“Las hadas”-1833, “La prohibición de amar”-1834 y “Rienzi”-1840) y establecido el canon de Bayreuth en sus diez siguientes, “El holandés errante” es por tiempo la primera de ellas (basada en una obra de H. Heine e inspirada por un suceso personal) y también la primera que debería escuchar todo pretendiente a entrar en el singular mundo wagneriano, cuyo acceso va más por el lado de la costumbre auditiva que por el del análisis musical (quienes acuden con regularidad a las entretenidas charlas de Ramón Gener están habituados a unas personales y meritorias interpretaciones solfeísticas de la partitura que vamos a escuchar, vinculadas siempre a hechos concretos contenidos en el libreto, algo que yo dudo mucho el compositor pensase de manera precisamente igual, pues no hay constancia suficiente de su veracidad). De duración limitada para los usos del autor, con melodías descriptivas y todavía bastantes pasajes líricos en lo vocal, su impetuosa partitura (cuyo esperanzador final copiará en “El ocaso de los dioses”) subraya esta romántica historia de maldición con redención (muy repetida después, como podemos comprobar hasta en “Piratas del Caribe”), que incluye la presencia autoral de unos cuantos leitmotiv más sencillos de lo habitual (tormenta, Holandés, marineros, Senta, etc.), lo cual facilita la audición para quienes no están acostumbrados en la Ópera a la preeminencia orquestal.
Y es precisamente en el Palau de la Música de Valencia, donde pude constatar entonces y una vez más que esa dominancia de la música sobre el canto en Wagner condiciona sobremanera el resultado final cuando la orquesta (era la Orquesta de Valencia) no es capaz de interpretar en estilo y sonoridad por falta evidente de experiencia musical. Estilo y sonoridad que ayer, en el estreno de esta obra en el Palau de Les Arts de Valencia estuvo muy condicionado por la versión que propuso James Gaffigan.
– ESCENOGRAFÍA [6]: La producción del Teatro Regio Torino demostró, una vez más, que para representar una ópera hoy en día no es necesario contar con grandes medios escénicos, aquellos que Les Arts se enorgullecía de destacar en su inauguración y cuya fabulosa maquinaria del foso se estropeó nada más comenzar (sin que sepamos si se encuentra reparada en la actualidad). Pero da igual, porque con un par de paredes para toda la obra ya está. Ni por tener, este “Holandés” no tuvo su barco en el que navegar (condenado, eso sí, a errar en un desangelado salón talla “king size”), porque tres tristes cuerdas bastaron para ahorrar un navío que no podía ser más conceptual (esta obra también es conocida como “El buque fantasma” y más fantasma no pudo resultar). ¿Qué sería de una Traviata sin copas para brindar o de una Tosca sin el castillo Sant´Angelo para poderse suicidar? Además, la anodina y plana iluminación diseñada aconsejó colocar, para cada solista, uno de esos focos perseguidores que proyectan inoportunas sombras en el suelo a la inocente manera de un festival colegial. Desconozco si para todo esto Willy Decker en su momento tuvo mucho que pensar, pero Zefirelli hoy en día así no podría trabajar. En todo caso, prefiero esta desamparada simplicidad a ciertos ataques de autoría descerebral.
– ORQUESTA Y DIRECCIÓN MUSICAL [6]: Gaffigan optó por una versión edulcorada de esta partitura que, como dije antes, es todo ímpetu y vitalidad. Y no me refiero solo a decibelios, sino a las dinámicas sonoras que son las que trasladan la expresividad. Desde la Obertura, una música en versión mozartiana evidenció la ausencia de garra que pide esta historia de amor e infidelidad y los cantantes solistas se mostraron encantados de vencer por fin a una orquesta wagneriana sin tener que sudar.
– CORO [9]: Excepcional en sus intervenciones de acompañamiento de los cantantes solistas, pero en especial en las que apareció en soledad, tanto las mujeres como los hombres, ellas encantadoras antes de la Balada de Senta y ellos irrefrenables en su intervención estereofónica final.
– VOCES SOLISTAS [7,2]: Mucha dispersión en las prestaciones vocales de los protagonistas, que configuraron un elenco bastante irregular. Franz-Josep Selig [5] ha cantado en Bayreuth y no me lo puedo explicar. Cogiendo carrerilla en cada pasaje de dificultad de su Dalland, mostró una línea de canto atascada y muy pendiente de no fallar. La Senta de Elisabet Strid [7] (también visitante de la Colina Sagrada) fue toda voluntad, pero sin esa torrencialidad vocal que caracteriza a otras compatriotas escandinavas a la hora de cantar. Además, su estilo tiene mucho de lírico, algo de lo que Wagner huía por considerarlo anclado en la antigüedad. Stanislas de Barbeyrac [8] encarnó un Erick de manual por su voz cercana al heldentenor (le falta más metal) y esa frialdad de los héroes wagnerianos que el volcán de Plácido Domingo nunca pudo respetar (es lo que tiene quererlo todo cantar). Es muy posible que no haya un “Holandés” como el de Nicholas Brownlee [9] en la actualidad. Si hace unos días admiraba el centro vocal de la Netrebko, el de este barítono es espectacular. De timbre bellísimo y muy natural, sin rastro de engolamiento en la emisión, resultó incansable ante cualquier dificultad. Impactante en su aparición inicial, ganador de todos los dúos y único señor vocal de esta producción en la que no tuvo rival, su mejorable limitación actoral me impide valorarle con la máxima nota que hay.
Al menos en el estreno, el público (que no llenaba la sala) aplaudió con la tradicional generosidad valenciana, pero sin que sus manos se llegasen a lastimar…
No hay en mi discoteca particular una conjunción de Director y Orquesta tan repetida como la que formaron en los pasados años sesenta Otto Klemperer y la Philharmonia de Londres (fundada en 1945 por el mítico productor discográfico Walter Legge, esposo de la Schwarzkopf) y que alumbró la magnífica versión de “El holandés errante” para EMI grabada en 1968, con Theo Adam, Anja Siljia, Martti Talvela, Gerhand Unger, Ernt Kozub y Amelies Burmeister, que hoy quiero recomendar por esa grandeza épica que le otorga una lentitud plena de monumentalidad. Kemplerer, con la mitad del rostro paralizado, tenía 83 años de edad.
![Un “Holandés” sin buque y errante en un salón descomunal [7] Un “Holandés” sin buque y errante en un salón descomunal [7]](https://m1.paperblog.com/i/928/9281655/un-holandes-buque-errante-un-salon-descomunal-L-a9gzVf.jpeg)