Revista Opinión
Parece como si los judíos estuvieran empeñados en justificar el holocausto que no es sino una manera horrible de darme la razón cuando afirmo que el ser humano es absolutamente despreciable. La actitud de los que han sufrido en su propia carne los horrores de una persecución suprema, a todas luces intolerable, no se entendería en modo alguno sin esa deyección que supone la condición humana, ¿de quién trata de vengarse la jauría israelita si los asesinos suyos ya no existen, si han sido perseguidos y exterminados hasta el límite? La única excusa que yo he admitido ante el espectáculo de una conducta humana absolutamente detestable es la del desconocimiento del horror, pero ésta es precisamente la única que ellos, los judíos, no pueden esgrimir. ¿Entonces? No quisiera pensar que se trata de una especie de escarmiento a posteriori, de una amenaza para cualquier otro futuro abominable, con el que esta gente le esté diciendo a todas las generaciones futuras, "ojo, que este pueblo puede ser implacable incluso con los inocentes". Tal vez, ahora, estemos llegando al centro del problema, ¿existe la inocencia? Si entendemos por inocencia la ausencia de culpa, no. Todos somos culpables, como ya nos enseñara Kafka, el problema reside en que no sabemos de qué y andamos por esa inmensa oficina judicial que es el mundo, de mesa en mesa, preguntado, ¿culpable yo, de qué y por qué? Y el funcionario judicial no es que no nos responde, es que ni siquiera nos ve. Porque los jueces no es que se hayan quedado ciegos de repente, sino que nacieron así, con los ojos vacíos, incapaces, a propósito, de percibir el horror. Pero el horror está ahí esperando cualquier motivo para aparecer y, desde luego, aparece. ¿Qué motivo tiene Israel para asesinar a los niños? ¿O a los ancianos más decrépitos? ¿O a las mujeres gestantes? ¿Qué motivo tienen, pueden tener, para intentar destruir esa parte del mundo que ni siquiera les pertenece? Porque los asociales podrían injustamente destruir lo propio, lo que, por derecho, les pertenece, según la vieja concepción de una propiedad mal entendida, pero qué derecho podría, puede, justificar la destrucción de lo ajeno, violando la máxima inmutable del viejo y sabio Ulpiano: “iustitia est honeste vivere, alterum no laedere, suum cuique tribuere”, la justicia es vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo suyo. ¿Viven honestamente estos judíos modernos, coetáneos nuestros? ¿Por qué ese afán de dañar a un pueblo que se muere de hambre y ni siquiera tiene dónde hacerlo? No es ya que no les dan lo suyo, lo que desde tiempo inmemorial les pertenece, es que ya les niegan hasta el derecho no sólo de vivir sino también morir dignamente. No sé, creo que nadie sabe cómo va a acabar esta terrible pesadilla, este nuevo holocausto perpetrado esta vez por las antiguas víctimas, convertidos ahora en execrables verdugos. En esta matanza sin sentido, los palestinos no tienen nada ya que perder y los judíos sólo pueden ganar el eterno desprecio de todos los que de verdad sean hombres y sientan por tanto la más mínima solidaridad con los otros seres humanos.