Revista Cine

Un hombre estresado

Publicado el 07 febrero 2011 por Josep2010
Un hombre estresado

No es ninguna novedad para el cinéfilo avezado comprobar que el paso del tiempo cambia la perspectiva con la que uno se enfrenta a determinadas películas, pero siempre hay elementos que de forma invariable permanecen firmes en el recuerdo y en la realidad contrastada por una segunda -o tercera- revisión de una pieza con el intervalo, en ocasiones, de más de una década.
En una película nos puede haber llamado la atención su trama, su guión, el atrezzo, su fuerza visual, y todo esto, con el curso de los años, puede quedar anticuado, trasnochado y carente de fuerza, superado en nuestro ánimo bien por nuestro propio crecimiento bien por la endeblez de lo que un día nos pareció estupendo.
En estas ocasiones solemos hablar de envejecimiento de la obra de arte, alejándose de la perpetuidad que concedemos a las que se mantienen incólumes en nuestro interés.
A mediados del siglo pasado en los Estados Unidos ya se vivía en ese estado de vigilia post-bélica que no les ha abandonado desde entonces por causa de las sucesivas intervenciones militares en las que han participado desde que acabó la Segunda Guerra Mundial y ello comportaba -y sigue comportando- el interés del ciudadano en las tramas desarrolladas en el ámbito militar.
Herman Wouk escribió una novela que obtuvo notable éxito de ventas y de reconocimiento crítico (le dieron el premio Pulitzer) en la que se detenía en la forma de vida de la tripulación de un navío de la marina estadounidense y lo hacía con una mirada bastante crítica y descarnada de los efectos que la guerra, el combate, tiene sobre el género humano, aspecto éste que siempre me ha llamado la atención: me refiero a la capacidad de los estadounidenses de encajar críticas públicas a estamentos consolidados; hace unos días nos referíamos a los predicadores, y hoy nos detenemos en la marina militar. En España, ni entonces ni ahora es habitual leer novelas que pongan en solfa poderes fácticos. Y menos comprobar, como es el caso que nos ocupa, que el autor aprovecha el éxito para desarrollar una comedia dramática que también obtiene gran éxito. Claro que contar con Charles Laughton dirigiendo a Henry Fonda es un punto a favor indiscutible.
Como es natural, el éxito popular avivó el interés de la industria cinematográfica en producir una película basándose en la historia, y para ello Stanley Kramer confió en Stanley Roberts y Michael Blankford para que escribieran un guión filmable y que, además, pasara dos censuras: la habitual de la época sometiéndose al ya famoso código Hays, y la revisión que el Departamento de Marina haría, ya que sin su ayuda y consentimiento los obstáculos hubieran sido insalvables.
Un hombre estresadoEsto lo tenía muy claro Edward Dmytryk cuando se aprestó a dirigir la que se titularía The Caine Mutiny (El motín del Caine), película en la que se muestra de una forma casi documental el modo de vivir a bordo de una embarcación militar, un navío especializado de desactivar minas marinas.
Los avatares del dragaminas Caine carecerían del menor interés y resultarían parejos a cualquier peliculita de la época destinada a propaganda de la marina estadounidense sino fuera porque hay un cambio en su puente de mando y cuando acabamos de conocer a su tripulación se hace cargo de ella Philip Francis Queeg, veterano de guerra que se ve aparcado, por así decirlo, al mando de una embarcación que parece destinada al desguace y que sigue en servicio porque todavía la guerra no ha terminado.
Queeg es un hombre que ha conocido muy de cerca el fuego real de la guerra y ha acabado vencido por los nervios a causa del estrés del combate pero en estado de guerra cualquier mando experto es necesario y aunque apartado de primera línea, toma el puente del Caine para desgracia de su marinería y de sus oficiales también, que sufrirán una serie de órdenes extremadamente disciplinarias por parte de Queeg que mantiene una actitud que provocará las sospechas acerca de su capacidad para mantenerse en el mando del buque, hasta que el primer oficial decide relevarlo del mando, lo que será objeto de consejo de guerra por amotinamiento.
Dmytryk juega sus bazas con habilidad y sortea como puede el férreo marcaje de la marina que llega a procurarse un preaviso, al iniciarse la película, asegurando que todo lo que se va a ver es absolutamente ficticio. Ya hemos comentado en alguna ocasión la sensible diferencia entre las tablas neoyorquinas y la pantalla californiana, entre Broadway y Hollywood, teatro y cine, mucho más sometido éste, por causa de su repercusión mediática, a las censuras y condicionantes de toda clase.
Aun así el personaje de Queeg sigue siendo un bombón para cualquier actor que se precie: si bajo la batuta de Laughton el que se lució fue Lloyd Nolan, el que se llevó el gato al agua en la gran pantalla fue Humphrey Bogart, realizando una de sus mejores interpretaciones, dotando a Queeg de un carisma excepcional y una fuerza dramática impensable de antemano, una verdadera sorpresa para el cinéfilo que no podrá olvidar una composición tan perfecta de un tipo tan aleatorio y extraño, sujeto atormentado y confuso al que Bogart presta sus rasgos y confiere fuerza expresiva sin exagerar, una interpretación modélica que permanece como el valor más apreciable de la película.
Al margen del placer que comporta el excelente trabajo de Bogart, el resto del elenco es eficaz en buena medida, y Dmytryk sabe otorgar al conjunto un aire documental que otorga un cierto verismo sobre todo en las escenas del dragaminas, muy bien rodadas; hay algún aspecto de la cinta que sobra, posiblemente buscando similitudes con alguna otra película exitosa, a mi entender indicaciones recibidas del almirantazgo, injerencias que debilitan el conjunto y le restan la fuerza de la novela y pieza de teatro, aunque el esqueleto, la base, la contemplación de la ruina anímica que el combate produce en un hombre, se mantiene en pié, por mucho que se pretenda disfrazar o distraer.
En definitiva, una película muy interesante para el cinéfilo consecuente, porque le hará ver que Bogart era mucho más que el mítico detective de una pieza y que quizás su fama de actor poco expresivo no es sino una muestra de olvido -o lo que es peor, desconocimiento- de grandes trabajos interpretativos como el estresado Queeg.


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