El prisionero número 65044 fue sacado a culatazos del barracón por dos soldados, para ser llevado en presencia del comandante del campo. Cruzaron el patio por el que deambulaban decenas de cuerpos sin alma, enfundados en mugrientas bandas claroscuras, hasta llegar a las dependencias del oficial. Los soldados cerraron la puerta del despacho al salir, dejándolos a solas.
– ¿Sabes por qué te he mandado llamar?–No, señor–. Respondió el prisionero con una sonrisa relajada en sus labios.–Vengo observándote desde hace semanas…– dijo mientras tamborileaba con sus dedos sobre la funda de cuero de unos prismáticos. –… y hay algo que no alcanzo a comprender.El oficial se levantó de su escritorio y se situó frente a su interlocutor que permanecía de pie. El prisionero le mantuvo la mirada sin ningún atisbo de tensión en sus facciones.– ¿De qué se trata, señ…?– un puño enguantado se estrelló contra su boca, derribándole al suelo.–Se trata de esa puta sonrisa judía
con la que desafías a mis hombres a diario–. Se aproximó a la ventana desde la que acostumbraba a observar el patio. – ¡Mírales! Ellos no sonríen. ¿Es que acaso trabajas menos que ellos? ¿Tu ración de comida es mayor? ¿Es más cómoda tu litera?–No, señor… –Hizo una pausa para limpiarse, con la manga ennegrecida de la chaqueta, la sangre que le brotaba de los labios. – …me obligan a trabajar doce horas al día, a comer dos raciones de sopa aguada y a compartir las tablas de mi litera con otros quince compañeros de barracón… – El oficial alemán, sin dejar de mirar por la ventana, estiró su mano derecha hasta la funda donde portaba una Luger semiautomática. –…me han separado de mi familia, me han robado todos mis bienes, me maltratan y me humillan a cada momento, han acotado con alambradas el espacio por el que puedo moverme... –Al soltar el seguro, la pistola emitió un leve chasquido metálico. –… mi propia vida está en sus manos. Y aún así sonrío, porque mientras siga consciente, soy libre de decidir de qué forma me afectan las experiencias que vivo. Eso, por más que lo intenten, señor, nadie me lo puede arrebatar.El eco del disparo se propagó por todo el campo de concentración. El comandante observó la pistola que empuñaba mientras se cuestionaba acerca de su propio grado de libertad. Trató de convencerse de que las palabras de aquel judío no le habían afectado en absoluto.Texto: Pedro Manuel Alonso Da Silva