Revista Cultura y Ocio
Llovía, era la una de la madrugada, el control de crucero mantenía la velocidad del vehículo y, después de cinco horas al volante, la monotonía y el agotamiento hacían que mi concentración no fuera la mejor del mundo. Vi aparecer el neón y pensé: “Un pequeño hotel de carretera, es un buen lugar para descansar un rato. Mañana, estaré en casa”.Baje del coche y me cubrí con la chaqueta tratando de evitar la lluvia. Al entrar, me tope de bruces con una vieja y enlutada señora, que parecía que hubiera estado esperándome. – ¡Oh! Hola, buenas noches, me gustaría… – No se preocupe, –me interrumpió– está todo preparado –he hizo que la siguiera a través de un oscuro y solitario pasillo–. Este es su cuarto –dijo, invitándome a pasar–. Esta noche, no hay nadie más hospedado, así que podrá descansar a sus anchas –aclaró, y se fue.Mi cuerpo había desconectado hacía rato y parecía aflojarse. Así que, me quite los zapatos y me derrumbe sobre la cama. Podía oír el agua que goteaba desde el tejado, rebotando sobre las bromelias: plof… plof…; en un santiamén, me quede dormido. No debía haber pasado mucho tiempo, cuando unos golpes secos y poderosos me despertaron. ¡Joder con la tranquilidad! –balbucí–. Dándome cuenta de que, por alguna extraña razón, estaba tendido sobre el suelo, y un desagradable olor a podrido inundaba la estancia. Busque el móvil dentro del bolsillo y lo encendí para proporcionarme algo de luz…– ¡Ostia puta! ¡¿Pero qué mierda es esto, joder?¡ –gritaba mientras, ayudándome de pies y manos, retrocedía espantado, hasta dar con mi espalda en la pared. De pronto, la habitación estaba vacía. Y como si de una broma macabra se tratara, del techo pendía el cuerpo de un tipo abierto en canal, mutilado y putrefacto. No tenía ojos, y de sus cuencas vacías, no paraban de brotar oleadas de larvas y moscas que, un poco más allá, devoraban con avidez, lo que parecía ser restos de vísceras y tripas dentro de un cubo de plástico. Entonces, un susurro débil y apagado me llego con un pequeño aliento: – Huye, corre… corre… –me decía.– Me volví y ¡Ostias! La vieja decrepita de la recepción estaba allí, hablándome al oído.Di un manotazo, me levante y salí por patas. Al abrir la puerta, una especie de hálito fúnebre secundado por un coro de voces cadavéricas me sacudió. Corrí, y mientras corría, notaba que algo extraño penetraba entre mi ropa. Entonces corrí aún más, me cubrí la cabeza con los brazos y me arroje contra la puerta de madera y cristal que daba a la calle, rodé por las escaleras y choque contra el pavimento –debí golpearme en la rodilla, porque ahora me duele una barbaridad–, pero me incorpore y seguí corriendo hasta llegar a la carretera, donde me encontraste.– Pero… ¿Qué me estás contando, Tron? Ese hotel lleva más de veinte años abandonado –sentencio el camionero.
La Nebulosa - © Jp del Río.