Durante sesenta años, el icono del fútbol español fue una imagen rodada en blanco y negro, rescatada del vetusto No-Do, en la que un ariete vasco empujaba el balón al fondo de las mallas de la portería rival. Era en el Mundial de Brasil de 1950, en el mítico Maracaná, donde Zarra marcaba un 2 de julio y ante 74.000 espectadores el gol por antonomasia de aquella España grisácea y somnolienta a la pérfida Inglaterra. Fuimos cuartos entonces y eso nos bastó para ir viviendo de las rentas durante tanto tiempo y a tantas generaciones.
Pasaron los años y esa España se transformó, desde el régimen autoritario que la contemplaba en otro de cortes democráticos. El fútbol pasó de ser un deporte apasionante a convertirse en un negocio opíparo. Los jugadores, de unos tipos bravíos con hechuras de leñador a casi perfumadas bailarinas de ballet. Los balones, de objetos duros de cuero cosido a jabulanis zigzagueantes y ditirámbicos.
No restaré ni un solo mérito a los recientes campeones del mundo que, a base de trabajo y esfuerzo, han hallado su justa recompensa. Porque ellos, todos, han conseguido lo que nadie hasta ahora: unir a una nación que, desde hace décadas, andaba desmembrada y cuarteada.
Estos días hemos visto más banderas nacionales por las calles que en todo ese tiempo. Y hemos escuchado gritar la palabra España con más emoción y reiteración que nunca. A derecha e izquierda. De arriba abajo. Y no solamente en terreno propicio, sino también en tierra hostil. Porque ver estas noches la enseña rojigualda enarbolada en pleno centro de Bilbao era algo casi utópico no hace tanto. O en las Ramblas de Barcelona.
Algo ha debido pasar. Quizá que los españoles necesitábamos creer en algo. En alguien que nos quitara la etiqueta de eternos perdedores, de peripatéticos ciudadanos de una comunidad que nos situaba casi siempre a la cola del furgón. Y quién nos iba a decir que para unirnos tan solo era necesario ganar un Mundial. Si lo hubiéramos sabido antes.