Revista Cultura y Ocio

Un idiota de viaje – Carretera y manta

Publicado el 04 octubre 2016 por César César Del Campo De Acuña @Cincodayscom

Un idiota de viaje…por César del Campo de Acuña

Carretera y manta

Mi último amanecer en Las Vegas, como de costumbre, llego pronto. Pero en esta ocasión no fui el único en abrir los parpados temprano ya que ante nosotros se perfilaba un día de carretera de impresión. 545 kilómetros entre dos puntos. De Las Vegas al Gran Cañon del Colorado y del Gran Cañon del Colorado a Flagstaff cruzando un tramo de la Histórica Ruta 66. Sobre el mapa no parecía tanta distancia, pero con paradas obligatorias incluidas, ese sábado 20 de agosto de 2016 se presentaba ante nosotros como una autentica road movie o En el camino de Jack Kerouac. Mi desayuno consistió en galletas Oreo Cinnamon Bun, un zumo de manzana y un Nesquick. Repuestos, hicimos el check out, nos dirigimos al aparcamiento, cargamos las maletas, montamos en el coche y pusimos rumbo al Gran Cañon dejando atrás el mármol de cartón piedra, señores afroamericanos vestidos como el payado de Micolor, individuos que te mandan a tomar por donde amargan los pepinos con sus carteles de mendicidad, colecciones de cromos de señoritas de compañía, desorbitados precios y la sensación de que, a pesar de todo, no me importaría volver. Como les decía en la anterior entrega de Un idiota de viaje, él debe contraído con la ciudad del pecado era amplio y sé que algún día visitare el museo de la mafia, veré iluminada la Fremont Experience, paseare por el Burlesque Hall of Fame, me tomare unas sliders en White Castle, jugare unas partidas en el Salón de la Fama del Pinball, disparare un arma automática en el desierto e incluso puede que vea allí mismo un show de wrestling como el que Ring of Honor celebraba allí justo el día que poníamos kilómetros de distancia entre nosotros y las mesas de juego.

Como el viaje en carretera no les dirá nada hasta un punto concreto al que llegare en breve déjenme que les cuente una anécdota. A lo largo de los años el trio expedicionario ha fomentado una sólida amistad con el dueño de una heladería perteneciente a la franquicia Baskin Robbins (quizás les suene). El caso es que le prometimos que a poco que viéramos una le haríamos fotos. Curiosamente, no fue hasta el momento en el que salíamos de Las Vegas que pudimos avistar una. Evidentemente estaba cerrada y no íbamos a parar para hacerle una foto a una puerta. A todos nos llamó la atención la poca presencia de esta franquicia en las tres ciudades que habíamos visitado hasta el momento y aunque vimos bastantes Dunkin’ Donuts (franquicia matriz de Baskin Robbins) de las heladerías ni rastro. Mis compañeros de viaje, alegres trotamundos, si cabe estaban más sorprendidos que yo debido a que en el viaje que realizaron a Japón en el verano de 2015 vieron una ingente cantidad de estos establecimientos por el país del sol naciente. Curiosamente, ese mismo día mucho más tarde, cuando entrabamos en Kingman (un pueblo de la Historica Ruta 66) pude vislumbrar otro, pero al igual que el que nos despidió en Las Vegas, también estaba cerrado. Si en lugar de encontrarnos con un millón de Starbucks nos hubiéramos topado con estas heladerías habría entrado en todas ellas alegremente. Pero sigamos en la carretera, sigamos con nuestra música que incluía desde canciones pertenecientes a las bandas sonoras de las películas animadas de Disney hasta temas como Free Bird de los Lynard Skynard.  Dicho sea de paso, escuchar la citada canción de los Skynard mientras viajaba por las carreteras de los Estados Unidos era una de esas cosas que siempre había querido hacer y que terminaron en mi lista de tareas a realizar antes de morir. Por lo tanto una menos señoría.

La primera parada del día llego cuando alcanzamos el punto que más excitaba a Carlton Banks en el capítulo del Príncipe de Bel-Air en el que él y Will Smith visitaban Las Vegas. Si son duchos en cultura popular o aficionados a las comedias de situación de los años 90 abran adivinado que me refiero a La Presa Hoover. Tras un pequeño rifirrafe con dos miembros de los cuerpos de seguridad estadounidenses (al parecer nos habían hecho gestos para que bajáramos la ventanilla cuando estábamos aproximándonos a la entrada de la presa pero nadie los vio) seguimos adelante, aparcamos y tomamos la foto de rigor. En el futuro, si algún día vuelvo a visitar Las Vegas, no me importaría realizar la visita guiada por la presa. De vuelta a la carretera. Poco tiempo después cruzamos la frontera del estado; nos encontrábamos en Arizona donde el juego ya no era legal. La temperatura aumentaba, pero no hasta puntos extremos como los vividos en El Valle de la Muerte. El paraje, árido, seco, terroso y con ciertas notas rojizas. El firme de la carretera, como a lo largo de todo el viaje, seguía siendo infernal y este nos llevó a atravesar algunas minúsculas e inhóspitas poblaciones situadas en medio de la gran nada que era aquel secarral. Siento repetirme, pero el que cruzo aquello por primera vez lo tuvo que pasar pirata. Afortunadamente nuestras ruedas siguieron girando hasta que llegamos al Parque Nacional de los Arboles de Josué (Joshua Tree National Park) donde esos cactus que parecen hombres orando se pasan las horas muertas al sol. Paramos sí, pero aquellos cactus se parecían a un hombre rezando lo mismo que un huevo a una castaña. No es mi intención chafarle el chiringuito a nadie pero las cosas como son.

¿Rezando un rato?

¿Rezando un rato?

Más kilómetros de carretera polvorienta después finalmente llegamos a la bolsa de aparcamientos del Gran Cañón. Nos dio la bienvenida a las instalaciones un tipo barbudo que se protegía del sol con un sombrero similar al del Coronel Tapioca. Vestía una camiseta de manga corta, un chaleco, pantalones cortos y botas que le hacían parecer un extra de la película Parque Jurásico. Nos preguntó de dónde éramos, y cuando le respondimos que de España algo nos dijo de tener familia en nuestro país o de haber pasado un tiempo por aquí. El caso es que cuando nos despedimos para seguir adelante nos espetó un sonoro, sincero y sonriente: “Jesús os ama”. Nunca me lo habían dicho nadie que no fuera un sacerdote y aunque tengo mi fe bastante abandonada me gusto escuchar aquello. Una vez aparcamos nos dirigimos hacia las colosales tiendas inflables que ya habíamos visitado el día anterior cuando hicimos la parada obligatoria del tour en helicóptero. En un principio pensé que no era el mismo lugar, pero si,  era el mismo sitio. Dentro adquirimos los pases que nos permitirían recorrer los tres puntos del oeste del Gran Cañon y cruzar por el Skywalk, una suerte de U de cristal suspendida sobre la gigantesca brecha. Con aquel pack, la comida estaba incluido un vale de comida. Haciendo cálculos salía a cuenta. Para avanzar por el parque explotado por la tribu Hualapai, no se puede utilizar el coche por lo que al turista no le queda más remedio que hacer uso de los autobuses que le lleven de uno a otro destino. Y el primero era una villa del oeste al que no tarde en catalogar como trampa para turistas. Evidentemente el poblado era más falso que una moneda de curso legal con la cara de Popeye, pero tenía su atractivo para los turistas más pequeños. Había un show de magia, caballos, podías enlazar cabezas de ganado (igual que las balas de paja de Mammoth Lake) e incluso disputar un insólito duelo con balas de fogueo. Vimos a dos visitantes asiáticos, probablemente chinos, probando suerte con los revólveres y solo puedo decir que si hubieran estado en el salvaje oeste real el enterrador abría construido esa misma tarde dos féretros bien pequeñitos.

¿Y que tienen todas y cada una de las trampas para turistas que hay desperdigadas por el mundo? Pues una carísima tienda de regalos. ¿Y que podíamos encontrar en la de este villorrio del oeste? Pues sombreros, imanes, turquesas, cinturones, botas vaqueras…de todo. Lo cierto es que estuve tentado a comprar un Stetson, pero si no quería ser conocido en mi localidad como el tonto de la hebilla, vive Dios que tampoco quería ser conocido como el tonto del sombrero (ese honor siempre recaerá en el director de cine Robert Rodríguez). Tras ver el patíbulo, los caballos, la prisión y demás decidimos que habíamos tenido más que suficiente y nos marchamos, dejando el pequeño pueblo del oeste y a sus atentos trabajadores entreteniendo a otros turistas. El autobús, conducido por el hermano gemelo del desaparecido Bud Spencer, nos llevó al punto en el que se encontraba el Skywalk sobre el gran cañón.  El calor apretaba, no tanto como en cierto valle mortífero, pero la sensación de calor debido a la ausencia de la más mínima brisa era altísima. ¿Y qué ocurre cuando hace calor? Que la gente hace estupideces y muy pegaditos a la brecha ante la enorme grieta es el mejor sitio para hacerlas. La capacidad de ignorar riesgos en pos de hacerse una foto del ser humano es una cosa que aún me deja anonadado. Como en esos momentos estaba a mis asuntos, ya que no soy amigo de vivir la experiencia tras un objetivo, me pude fijar como unas hermanas iban dando pasitos cortitos hacia atrás con el barranco a sus espaldas para conseguir el mejor “selfie” posible. Evidentemente un áspera, seca y sonora llamada de atención de su padre impidió el suicidio involuntario de las dos jóvenes. Pero el asunto estuvo cerca. Y de ahí, de las fotos, del “mira que alto” y demás pasamos al interior del edificio en el que estaba el Skywalk.

La prudencia del ser humano.

La prudencia del ser humano.

¿Quieren pasar al Skywalk? Pues sin cámara, sin teléfono móvil, con una funda en los zapatos y si quieren una foto esperen a que se la hagamos nosotros, que somos Hualapai, no tontos. Y es eso, porque nosotros teníamos el ticket “todo incluido” que sino clavo y de los gordos. Y ahí, estas, suspendido a no sé cuántos metros del suelo sobre un vidrio viendo, más o menos, el fondo del gigantesco agujero, mientras que un Hualapai te hace fotos en las que sales haciendo el estúpido para luego tenerte 15 minutos esperando en una tienda de suvenires hasta que salen y entonces es cuando te intentan a volver a sangrar. Mis amigos adquirieron dos fotografías de las muchas que nos hicieron. Yo no compre ninguna. Una vez sales de allí puedes hacer un pequeño recorrido por unas recreaciones de tiendas/casas tradicionales propias de la cultura de los nativos americanos. Curioso, sin más. Eso sí, me molesta a horrores, y al parecer es algo universal, cuando un imbécil decide tallar, pintarrajear o escribir su nombre allá a donde va y en el interior de algunas de estas edificaciones se podían leer los nombres de los tontos de turno. Y otro a tienda de quincallería para turistas al final del recorrido. Entrando en el plano de la tristeza, me dio cierta lastima ver a un grupo de personas mayores pertenecientes a la tribu bailando y cantando ante un público escaso y poco entregado. ¿Preservar tu cultura o malvenderla? No sé, los abuelillos parecían felices y estaban entregados a lo que hacían para alguno de los pocos turistas que se animaron a acompañarles y a bailar con ellos. Yo no pare. No pare porque como ya les comente cuando hablamos de El Castro, me produce vergüenza ajena ponerme a observar a personas de costumbres diferentes como si fueran monos de feria.

Y vuelta al autobús con el rumbo fijado al punto más alto de la visita: Guano Point. Y allí, el lugar donde los Hualapai nos ofrecerían una barbacoa, la cosa iba de senderismo, de volver a darle a las piernas subiendo y bajando riscos con unas vistas increíbles mientras una bandada gigantesca de cuervos como gatos de grandes revoloteaban por las carpas donde los turistas comían. Pero antes de subir al punto más alto, hablemos del imbécil del día. Bien, el imbécil del día era de origen italiano. El tipo, no contento con aproximarse hasta un punto de no retorno a la brecha del cañón decidió tumbarse sobre una roca plana inclinada que sobresalía por el borde, ya saben, como las que han visto un millón de veces en las caricaturas  del Coyote y el Correcaminos. Y ahí estuvo un buen rato tentando a la suerte o llamando a la puerta de la parca. Pero esta última tenía que tener puesta las pantuflas y no quiso abrir, porque al tipo no le ocurrió nada a pesar de que lo vi desapareciendo en una cómica nube de polvo en mitad del vacío. Aquella parte de la visita me encanto. Volvía a ser yo y mis costrosas zapatillas de saldo contra los elementos. Y subí, baje, trepe y repte para llegar al punto más alto, desde el que pude observar la inmensidad del cañón. Una vista que bien vale un viaje. Pero volvamos a las tonterías que es lo que les gustan. Si mis zapatillas no eran las más indicadas, el modelito de una turista embutida cual longaniza en su vestido de tubo rojo tampoco. Estaba en la zona donde estábamos comiendo (pegaditos a los cuervos del demonio) y no, no me llamo la atención por su figura, sino por el conjunto seleccionado para ir a un sitio como Guano Point.  Con chanclas y a lo loco. La comida, abundante y de buen sabor, aunque todo el mundo le daba su mazorca de maíz a los cuervos y los animalitos tan contentos. Eso sí produce cierto respeto estar comiendo al lado de una bandada de cuervos de esas dimensiones generales y particulares.

¿Que dices? ¿que aquí dan de comer gratis?

¿Que dices? ¿que aquí dan de comer gratis?

Tras comer, abandonamos Guano Point en autobús. Una vez más conducía el hermano gemelo de Bud Spencer. Llegamos al campamento base de las tiendas infladas y de ahí al coche, que nos quedaban 345 kilómetros por delante de Ruta 66. El viaje fue tranquilo. Hasta que llegamos a la altura de Kingman no sucedió nada de interés. Grandes camiones, bandas de motoristas de fin de semana y poco más. Paramos a repostar en el pueblo que acabo de mencionar en la gasolinera más redneck del contorno. Había en la puerta un tipo con bastante roña y muchos tatuajes en la puerta de la gasolinera bebiendo. Tras el mostrador atendían un tío joven esquelético y la mujer más gorda que vi en todo el viaje que se moviera sin la necesidad de usar un andador. Como no teníamos ni idea cómo funcionaban las bombas de su gasolinera (había que bajar el brazo metálico del surtidor) le pedimos ayuda. Seguro que esa noche se río a gusto de nosotros. Mis amigos compraron un Monster, una bebida que sabe a medicinas y a dopaje en lata. Sobre Kingman amenazaba lluvia y con ella nos encontramos de camino a Flagstaf ya que, a medida que nos acercábamos a nuestro destino el secarral comenzó a dar paso a frondosísimos bosques. Estábamos circulando por la Histórica Ruta 66, otra cosa más que tachar de mi lista de tareas a realizar antes de morir. A parte del cambio de escenario, otra cosa que nos llamó la atención fue la velocidad a la que circulaban los camiones. Era la ley de la selva. Camiones inmensos con sus gigantescos trailers adelantando a otros camiones por la derecha, por la izquierda, en curvas, cuesta arriba, cuesta abajo…y tú, allí, en tu coche entre aquellos monstruos, pasando peligrosamente cerca de sus ruedas. Déjenme que les hable de las ruedas…como las de los vehículos de Mad Max. Los tornillos de las ruedas delanteras de las cabezas tractoras estaban recubiertos por una protección que sobresalía medio palmo y que a toda velocidad le hacían parecer cuchillas mortíferas o un abrelatas monstruoso dispuesto para triturar a los pequeños automóviles que se atrevieran acercarse demasiado.

Dejando a un lado a los camiones pasemos a hablar de las paradas. Hicimos un total de tres paradas. La primera en una gasolinera que tenía un cartel de la Ruta 66 gigante. Había que entrar en la propiedad para fotografiarlo y esta estaba repleta de coches y motos oxidadas. Entramos y allí estaban un nativo americano bastante achaparrado y con trenza, un redneck como una camiseta roja, gorra y que tenía en el cinto un cuchillo enorme y una tiparraca a la que le faltaba un buen puñado de dientes. Entre su distinguida clientela se encontraba un tipo que circulaba con un coche trucado sin capó y una pareja que viajaba en una pick up enorme de color negra como las ropas que ellos mismos llevaban. Si algo me ha enseñado las películas de terror de carretera es a no parar en ningún sitio en el que coches oxidados de toda suerte de épocas se estén pudriendo en la entrada y la segunda parada que hicimos estaba lleno de ellos. Nos atendió una chica joven, solo buscábamos imanes, allí no había nadie. No tardamos en marcharnos. Se hacía tarde y visitar la senda de los dinosaurios por el tiempo y el trecho que a un nos quedaba por delante quedo descartada. La parada final llego en una gasolinera de Seligman tras muchos, muchos, muchos, muchos, muchos kilómetros de carretera en línea recta (la cual estaba trufada de chascarrillos en diferentes carteles a cada kilómetro para mantener a los conductores despiertos). Compramos unos recuerdos, vi un punto lleno de trastos para coleccionistas de Coca-Cola y entablamos una pequeña conversación con los empleados. Ella estaba deseoso de viajar a España, había oído muchas cosas buenas de Barcelona y de la comida que hacemos en nuestro país.

Tormenta en la parada.

Tormenta en la parada.

Y seguimos sin pausa hasta Flagstaff. El hotel en el que nos hospedamos era el típico motel al pie de la carretera. Lo han visto en cientos de películas. Dos plantas y forma de L. La anécdota del día; Ya saben, siempre que se habla de los estadounidenses sale el listo de turno con la historieta de que no saben situar este o aquel país más o menos importante en un mapa. Bien, pues nosotros vivimos eso en primera fila cuando nos pusimos a hablar con el recepcionista. En defensa de los norteamericanos, debo decir que el tipo era de origen árabe y a juzgar por su marcado acento debía de tratarse de una primera generación en el país de las barras y estrellas. El andoba, a raíz del éxito de los Estados Unidos en los Juegos Olímpicos de Rio 2016, nos preguntó por nuestra actuación en las olimpiadas (como Arthur, el dicharachero recepcionista del hotel de Carmel-by-the-sea) y de paso destapo su falta de conocimientos cuando nos preguntó que si Brasil quedaba cerca de España. ¡Viva la cultura! En fin… teníamos desayuno garantizado, una buena conexión Wifi, dos camas queen size y una historia para la eternidad ¿Qué más queríamos? Pues a pesar del atracón de Twizzlers que me di en el viaje, yo quería cenar y parecía que en Flagstaf respetaban los husos horarios de Estados Unidos, por lo que a las 20:00 ya era algo tarde. Sin prisa, pero sin pausa salimos a la calle. Cuando llegamos me pareció ver el luminoso de un restaurante estilo años 50 pegados a nuestro hotel y hacia allí que fuimos gastando suela. Tan cerca estaba que no merecía la pena poner en marcha el coche. El sitio se llamaba (y entiendo que se llama) Galaxy Dinner y parecía una capsula del tiempo. Nos recibió un grupo de jóvenes locales vestidos como en la década de los 50 que bailaban al ritmo de la música de esos tiempos. Luego nos enteramos que se trataban de los miembros del club local de twist, los cuales se reunían cada sábado por la noche en el restaurante para bailar. Nos acompañó hasta nuestra mesa una camarera pero nos atendió otra más alta, delgada y de pelo rubio y liso. Durante todo el tiempo que estuvimos allí fue extremadamente amable y atenta con nosotros lo que luego repercutió en la propina que decidimos dejar.

No sé muy bien porque pero me apetecía pollo frito. Llevaba con el plato en la cabeza desde hacía días. Desafortunadamente para mis papilas gustativas se les había terminado. Con ganas de otra cosa que no fuera una hamburguesa opte por el plato de pavo, con su puré de patas, su salsa gravy y todos esos avíos de Acción de Gracias. Como apunte o anécdota, si lo prefieren, debo destacar que uno de mis compañeros de viaje pidió una cerveza pero la camarera nos dijo que en el Galaxy Dinner no servían alcohol. Me sorprendió gratamente ¿y porque? Verán, el restaurante estaba/está pegado a una carretera y que el dueño tuviera el deber cívico de no servir alcohol cuando buena parte de sus clientes debían ser conductores de paso me pareció algo loable. Puede que los motivos sean diferentes a los que yo me he imaginado, pero prefiero quedarme con mi historia. La riquísima cena la termine reganado con uno de los 100 batidos de helado que tenían en una carta en forma de disco de vinilo. Estaba indeciso y le pregunte a nuestra resulta amiga que cual escogería ella entre el batido de Marshmallow y el de tarta de queso. No lo dudo un segundo, me recomendó el de tarta de queso. Le hice caso y lo disfrute enormemente. Nos sorprendió lo poco que nos costó cenar, la abundante cantidad de los platos, el buen servicio y la pequeña capsula en el tiempo que era aquel lugar. Estaba francamente contento… allí estaban los Estados Unidos, una vez más, los Estados Unidos con los que crecí.

Por si no te ha quedado claro.

Por si no te ha quedado claro.


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