Un idiota de viaje…por César del Campo de Acuña
Going up the country
Adiós Frisco. Hasta pronto ciudad de la bahía. Nos veremos pronto San Francisco. Como les decía en la anterior entrega de este peculiar diario de viajes debíamos levantarnos a amanecer de Dios, por lo que programamos al impertinente despertadora las 05:30 de la mañana. Teníamos ante nosotros más de 3 horas de viaje hasta llegar al Parque Nacional de Yosemite y nadie quería experimentar el atasco creado por el Pato Donald en Grin and Bear It de 1954. Dejando a un lado mi cacareada capacidad para no dormir demasiado, lo cierto es que esa mañana conseguí abrir los ojos antes de que sonara la alarma por la excitación que me producía el lugar que visitaría aquel día. Lo pueden creer o no, pero una de las cosas que me habían movido a cruzar el charco era poder ver en persona las gigantescas Secuoyas. Suena cursi, lo sé, ¿y qué? ustedes lloraron con el bodrio de Titanic mientras yo bailaba en la puerta. Dejando a un lado mis motivaciones viajeras les ahorrare pasar por el cepo de la rutina mañanera y les dejare justo en el mostrador del Hotel Bijou, donde estaban a punto de darnos el palo del parking. Creo que la broma nos salió a 143 dólares. Con cierto dolor en la cartera (por no decir en el ojete), pero con nuestras bolsas de avituallamiento de regalo en la mano salimos del Bijou rumbo al campo. Going up the country como cantaban los Canned Heat un año después del Verano del amor.
On the road again (toma, dos referencias a los Canned Heat seguidas) dispuestos a gastar llanta, quemar gasolina y devorar kilómetros. El viaje fue tranquilo. Sin sobresalto alguno. Paulatinamente, a medida que avanzábamos, el paisaje fue mutando. De la ciudad pasamos a pueblos de tamaño medio hasta que poco a poco nos encontrábamos poblaciones que no parecían extenderse mucho más lejos de la carretera que las atravesaba. Y comenzamos a subir a ritmo de buena música mientras los arboles tapaban el firmamento inclinándose sobre la carretera de manera amenazante. Una vez el verde se convirtió en el color predominante sin insistencia paramos a repostar. Recuerdo que la chica que nos atendió era espectacular y que cuando nos cobraron la caja registradora al abrirse emitió el mismo sonido que Sonic cuando se hacía con un anillo en los juegos clásicos de Sega Mega Drive. Compre unos regalices por pura gula; No tenía hambre ya que en los kilómetros previos a aquella parada nos habíamos atiborrado a Oreo Red Velvet (por cierto, muy buena…ahí dejo otra referencia para el que la pille), pero vi los regalices rojos y pensé que eran de la marca Twizzlers (que me encantan) y por eso los compre. Me los comí al poco de abrirlos a pesar de que no estaban especialmente buenos.
A medida que nos acercábamos al parque comenzamos a ver abundancia de vehículos de recreo de todos los tamaños. Desde unifamiliares con ruedas a monstruosas pick-up arrastrando caravanas de todo tipo. Llegamos a la puerta del parque y como dirían en Portugal: Prepare su pagamento. Así es amigos, para entrar en los Parques Nacionales hay que pagar y dado que entraríamos en alguno más durante el viaje adquirimos el pase para todos ellos. 80 dólares de vellón. Si hubiéramos sabido que solo nos pedirían en Yosemite igual no lo hubiéramos optado por esa opción, pero esa esa es una historia para una futura entrega de Un idiota de viaje. Paramos una vez más en la caseta de información. Allí nos atendió una Ranger comida a piercings pero muy simpática. Ya sabíamos que la zona con mayor número de Secuoyas estaba cerrada hasta el verano de 2017, pero nos dijo que un pasó cercano a al valle con unas cuantas se podía visitar sin problema alguno. Nos marcó una ruta de los puntos de interés para los jugadores que se pusieran la partida en fácil (como nosotros) y con aquella valiosa información, un mapa y tras decir que veníamos de España, nos fuimos a la aventura. Bueno, de aventura poca, que todo está muy medido para que no se te coma un oso negro ni te pase nada. Pero a los que decidían adentrarse en la espesura (los que se ponían la partida en modo difícil), paraban allí para hacerse con unos contenedores de metal negro en el que guardar sus provisiones con el fin de que los plantígrados de la zona no se acercaran a ellos atraídos por el olor de la comida.
Goteja.
Peculiar para los que no somos de campo y para los que no estamos acostumbrados a lidiar con osos. Por otro lado los enormes contenedores de metal emplazados a lo largo y ancho de todo el parque para que los visitantes arrojaran en ellos la basura tenían en la boca unos gruesos mosquetones para asegurar las aberturas de entrada con el fin de que los osos no los abrieran y se hicieran daño al tratar de meterse por ellas buscando comida. Pero sigamos, Sigamos conduciendo hasta nuestro destino. Pero haciendo paradas para alucinar con vistas de impresión que, como ya dije con anterioridad en otras entradas, te muestran la grandeza de los Estados Unidos en términos geográficos. A pesar de estar rodeado de montañas y espesos bosques el límite del horizonte sigue estando muy, muy lejos. Tan lejos que hace que los elementos que rodean tu punto de vista empequeñezcan aun siendo gigantescos riscos. Adelante, una vez más sobre cuatro ruedas. Si pensaban que íbamos a estar solo allí están muy equivocados. En el valle, donde aparcamos para nuestra primera ruta de senderismo había más gente que en una boda gitana. Tanto es así que nos costó aparcar pero no se crean que fue para mal, no. En el sitio en el que finalmente pudimos dejar el coche, bajo un arbusto tras un pequeño bañado había un ciervo a la fresca tumbado. En ese momento entendí porque diablos habíamos visto un millón de señales advirtiéndonos de que la carretera era cruzada por todo tipo rumiantes astados y plantígrados.
Salimos del automóvil y allí mismo un calorzaco me dio un bofetón de realidad importante. Hacía calor sí, pero lo peor era que no se movía una hoja y que el sol estaba por picar. ¿No detestan esa sensación de sentir la punta de las orejas a mil grados? Yo sí, tanto que cuando me pasa hasta me las imagino como si fueran las del Sr. Spock después de haber sido colgadas de un tendedero con pinzas de madera. Crema protectora y a tirar millas gastando suela. Gente, gente, gente, sombra, cataratas secas, cervatillos bebiendo en arroyos ponzoñosos, ardillas y fuentes de agua helada frente a unos aseos públicos en forma de cabaña de troncos digna de Grizzly Adams. Me llamo la atención que allí no había solo estadounidenses. No, allí había gente de todo el mundo, aunque los más preparados para estar allí (a pesar de las “comodidades” del valle) eran los norteamericanos. Ya saben…A country boy can survive (que musical me he levantado hoy) y un europeo, con pantalones de pinzas azules, que vi pastando por allí no. Ya les dije que esto no sería un tostón viajero de sabores, olores y vistas; para eso ya tiene los dos trillones de blogs/webs dedicados a tal menester. Pero, pero, pero…si van por allí, por la Costa Oeste inviertan su tiempo en sitios tan increíbles como Yosemite. Su salud mental se lo agradecerá.
Antes de ir al siguiente punto de interés que la Ranger de los piercing nos había recomendado pasamos un segundo por las tiendas del valle para comprar recuerdos (un Imán, para más señas), unas bebidas (llevábamos agua en abundancia, pero me apetecía un Dr.Pepper diablos) y poco más. ¿Y a donde íbamos? Pues al recorrido de las Secuoyas. Y allí llegamos, pero antes de hacer el moderadamente difícil paseo comimos. Yo comí un sándwich hecho con el fiambre y el carísimo pan de molde comprado el día anterior en San Francisco. Lo remoje todo con Dr.Pepper y de postre un platanito, que tiene mucho potasio. La comida la amenizaron unos abejorros, los gritos de uno de mis compañeros de viaje ante la acometida de los primeros, y unos españoles pertenecientes a esa tribu de individuos que van al gimnasio para lucir depilados resultados (desde aquí, a todos los que hacéis eso os dedico palabra: RIDICULOS). Comimos, dejamos la basura asegurada en un contenedor anti osos y nos pusimos a hacer la ruta. Que contentos y fresquitos íbamos en la bajada. Que fácil. Que divertido. La vuelta seria de traca mora (dado que los moros son muy dados a liar tracas por aquello de vivir anclados en el medievo) pero esa fatigosa experiencia la dejo para más adelante. Los arboles tapaban el sol, por lo que el calor no era un problema. El firme, a pesar de las numerosas raíces que lo atravesaban tampoco. Seguimos avanzando hasta toparnos con el primer gigante y no saben lo pequeño que te pueden llegar a hacer sentir una vez estas a sus pies. Increíble.
Ese minúsculo punto azul a los pies del árbol no es un Pitufo, soy yo.
Más allá del descomunal tamaño de las Secuoyas déjenme que les cuente que me llamo la atención de aquel ilustre paseo. Lo primero que hizo que mi memoria se activara fue el silencio. En algunos tramos el silencio es tan intenso que hasta duelen los oídos. No escuchas a los pájaros, no hay voces humanas, ni ruidos producidos por maquinas. Solo silencio. Y duele. Y asusta. Y te hace pensar en aquello de Si un árbol cae en el bosque ¿hace ruido al caer si no hay nadie para escucharlo? Lo siguiente que me llamo la atención fue el grupo de voluntarios que encontramos por allí limpiando el bosque. Cualquier voluntario siempre hace que me descubra ante ellos. Y para finalizar, más que llamarme la atención tuve un pensamiento lucido, mientras veía a los depilados de antes encaramarse al tronco de un árbol como monos, Y dice así: “si el ser humano tiene la oportunidad de hacer el imbécil, por diminuta que sea, hará el imbécil”. Como gran momento personal del viaje les contare que tuve la oportunidad de atravesar el tronco de una Secuoya horadada. Pensé que hacia mitad del trayecto tendría que dar marcha atrás debido a mi humanidad pero no, pude pasar y aunque me tropecé cuando ya iba prácticamente reptando (lo que me hizo adoptar la pose de uno de los pasos de baile más populares de los olvidados Kid ‘n Play) logre salir contento y cubierto de polvo por el otro lado.
Y de ahí la vuelta. Vamos a ver, no era escalar el Monte Gurugú a la pata coja y cargando un burro a los hombros, pero después del paseo la subidita puede cansar. Nos reíamos mucho de los que bajaban alegres (algunos de ellos en chancletas…) y descansados. De vuelta al coche decidimos ir hacia los otros puntos de interés. No entrare en demasiados detalles. Solo diré que impresionaban. Si, había turistas hasta debajo de las piedras (literalmente), pero aun así ese sitio estaba en paz, alejado de la mierda de mundo que hemos decidido montar entre todos. Vistas y lago (el Lago Tenaya para más señas donde unos italianos decidieron bañarse a pesar del fresquito que empezaba a hacer por los montes). Una enorme pradera, una escalada improvisada, más ciervos a lo suyo y una inesperada visita al cuarto de baño que termino en una enorme negativa por parte de mi organismo a la expectativa de hacer malabares sobre un boquete pestilente dentro de una letrina. ¿Y a que se debía tanta prisa para salir de Yosemite? Bueno, más que prisa lo llamaría ser practico. Nuestra siguiente parada (Mammoth Lake) se encontraba a más de dos horas de distancia y anochecería pronto. Habíamos cumplimentado nuestra cartilla del buen visitante con creces y teníamos carretera por delante por lo que el sentido común dictaminaba que iba siendo hora de marcharse. Antes de salir del parque hicimos otra parada en un merendero. Allí, los que pasarían la noche al raso se aprovisionaban mientras que un vagabundo con guitarra tocaba unos acordes esperando a que alguien le llevara. Me sorprendió, a medida que íbamos saliendo del parque, la gran cantidad de personas que se quedarían a pasar la noche allí. La mayoría en campings señalizados donde acomodar sus monstruosas caravanas. Unos pocos a los pies de los arboles a merced de los elementos y de Jason Vorhees.
Atravesando valles, escalando montañas a nuestra ciudad llegó en Ninja Hatori…¿no?
Se nos hecho la noche encima pronto. Afortunadamente nuestro estúpido GPS tenía la dirección exacta del hotel en el que nos hospedaríamos por lo que no nos preocupaba perdernos. Si me preocupaba algo en plan película de terror como un pinchazo, un animalejo que se cruza y esas cosas, pero si mi fantasma está aquí escribiendo todo esto es porque no ocurrió nada… ¿o sí? No obstante, déjenme decirles que desde el asiento del copiloto, esas sinuosas carreteras rodeadas de árboles y por las que no transitaba un maldito coche, intimidaban al anochecer. Háganse la idea de que nos dirigíamos a una estación de esquí por lo que no nos cruzamos con demasiados coches (un motorista en un par de ocasiones). Evidentemente llegamos sin problemas. A pesar de estar más oscuro que el sobaco de un grillo (partiendo de la base que han de imaginarse a un grillo con axilas), el sitio era espectacular. El hotel parecía sacado de una película donde los mega millonarios van a reírse de los pobretones mientras beben chocolate caliente llevando jerséis horteras en Aspen. Hotel impresionante y aire puro aparte sabes que estás ante algo autentico (pero civilizado) cuando el recepcionista te pregunta muy seriamente: ¿han dejado comida en el coche? Le pregunto porque los osos la pueden oler, bajar desde las montañas y destrozarles el automóvil. Es de esas frases que nunca, jamás, me habría imaginado escuchar. Por otro lado, el tipo nos advirtió que el restaurante estaba a punto de cerrar, que dejáramos las maletas en la consigna y que nos dirigiéramos a la planta superior para cenar y eso hicimos.
Primero nos atendió una maître que por el acento debía ser de argentina (luego mantuve una pequeña conversación con ella y me dijo textualmente: Los latinos somos una peste, en referencia a la masiva inmigración de iberoamericanos hacia Estados Unidos). Una vez nos acompañó a la mesa se hizo cargo de nosotros una simpática camarera. Pedí una hamburguesa. Estaba deliciosa. No diré que la mejor que comí durante el viaje pero estaba muy, muy buena. Estaba de tan buen humor, me gustaba tanto el sitio y me lo había pasado tan bien que, anticipándome a mi cumpleaños, decidí invitar a la cena de esa noche y dejar una propina del 20%. Caro, si, desde luego…pero un día es un día y estaba tan a gusto que necesitaba que mi peculiar adrenalina siguiera fluyendo. Y siguió porque una vez llegamos a la habitación mi espalda canto el Aleluya de Haendel. ¡Una cama de verdad!; Mi espalda se hubiera frotado las manos si las tuviera. Por fin, tras tres insufribles noches batallando con el minúsculo plegatin del Hotel Beijou en San Francisco dormiría en una cama de verdad. Y por si eso fuera poco, la conexión Wifi (utilizada para mandar diversas pruebas de vida como audios, fotos o vídeos) funcionaba como un tiro y eso que estábamos bastante lejos del edificio principal. Al final, que gran verdad es la que reza que las cosas que nos hacen felices son las pequeñeces.
¿Pero cuando van a clonar a uno de estos bichos?
Otras exóticas aventuras en:
Un idiota de viaje – Consideraciones viajeras y primera noche en L.A.
Un idiota de viaje – Los Angeles: Dos noches y un dia.
Un idiota de viaje – Adiós a Los Angeles y una road movie.
Un idiota de viaje – Sal de mi pueblo If you’re going to San Francisco.
Un idiota de viaje – Un hippie se subió a un tranvía en San Francisco mientras un recluso le estaba mordiendo la pierna.
Un idiota de viaje – Con el ciruelo al aire por las calles de Frisco.
Síguenos en Facebook:
https://www.facebook.com/Cincodays/
Síguenos en Twitter:
@Cincodayscom
Archivado en: Cajon de Sastre, Un Idiota de Viaje, viajes