Un idiota de viaje…por César del Campo de Acuña
Un día en el aire
Todo tiene un final. No hay nada que empiece y no termine. La máquina del movimiento perpetuo no existe… ¡En esta casa obedecemos las leyes de la termodinámica! Amaneció triste nuestro último día en los Estados Unidos. Cielo moderadamente encapotado cubría la bóveda mientras cargábamos por última vez nuestros maletones en la cajuela de nuestro fiable Hyundai Elantra alias blanquito (si, sé que es poco original. ¡Demándadme!). Rumbo a LAX, el aeropuerto que tiene nombre de equipo de lucha libre o de marca de laxantes. Teníamos que devolver el vehículo a la compañía Alamo con el depósito lleno y con esa realidad en mente junto a los tortuosos atascos de Los Ángeles no podíamos permitirnos el lujo de tentar a la suerte saliendo tarde del hotel. No desayune. Se me cierra el estómago cuando voy a volar. No me gusta volar. Odio volar. Pero no me quedaba más remedio que Volar. Nos subimos en el coche, manoseamos por última vez a nuestro estúpido GPS, y pusimos rumbo a la parada de autobuses aérea. En esos últimos minutos en la carretera pudimos despedirnos del denso tráfico, de sus monstruosos camiones, del firme en mal estado y de esos indigentes que convertían los bajos de los puentes en sus hogares. Sorprendentemente no tardamos demasiado en llegar. Aun así teníamos que repostar y nos metimos en la primera gasolinera que vimos a mano derecha. Como somos unos gañanes y no hay dos sin tres, ahí estábamos haciendo el ridículo en una estación de servicio por tercera vez. Después de no saber hacer funcionar las bombas en dos ocasiones, allí estábamos tratando de repostar en un surtidor de AutoGas. Bravo…simplemente, bravo. Como era técnicamente imposible hacer realidad lo del elefanta y la hormiga, volvimos a saltar al coche.
Pocos metros más adelante encontramos otra gasolinera. En esta no tuvimos ningún problema. Si no recuerdo mal, no pagamos ni treinta dólares. En Estados Unidos el combustible es barato. Los moros y su chollo se van a la puta mierda entre el fracking, los coches Tesla, el AutoGas, las bicicletas y los medios de transporte alternativos. Dentro del área de servicio, minada de golosinas, bebidas y pendejadas varias, me topé con el cuarto individuo que superaba mi talla en centímetros. Resulta que después de todo no son tan grandes. A la salida del establecimiento pude ver a mi último sin techo siniestro. Se trataba de una mujer blanca bajita y demacrada. Parecía terriblemente desorientada a pesar de que en su mirada no había el mínimo atisbo de lucidez. Durante todo el viaje llamamos a estos personajes colgados; un apelativo un tanto cruel para personas que se habían convertido en muertos vivientes a causa de sus adicciones. Devolvimos el coche en Alamo. Lo recogió un señor bien entrado en sus cincuenta que tenía un aire al actor Wes Studi pero en versión hispana. Unos segundos después ya estábamos a bordo del autobús que nos llevaría a nuestra terminal. Escasos minutos después, el rumboso chofer anuncio nuestra parada. Hicimos el check in, nos despedimos de nuestras maletas con diferentes temores en mente y cruzamos el cordón de seguridad. ¿Temores?…pues el habitual ¿llegaran nuestras maletas? a los que personalmente sume ¿me tumbaran la maleta y a mí por llevar arena en una botella de plástico en su interior? Afortunadamente no pasó nada. Cuando volvimos a ver nuestros bultos doce horas después no las encontramos abiertas ni con una nota en su interior que pusiera “usted ha sido registrado por el departamento de seguridad de los Estados Unidos de manera aleatoria”.
Lax…ante
Una vez en el aeropuerto no nos quedaba otra cosa que localizar nuestra puerta de embarque y deambular por los pasillos hasta que saliera nuestro vuelo. Me fije en que, la mayor parte del personal era afroamericanos. No tengo ningún problema con eso, pero en todos los aeropuertos en los que estuvimos los puestos cara al público estaban ocupados por afroamericanos. Muchos de ellos, en especial ellas, con una cara que les llegaba a los tobillos. No hay nada como hacer tu trabajo cabreado y con un peinado imposible. Matamos el tiempo en una tienda de suvenires y golosinas en la que hacia tanto frio que un pingüino se tendría que haber puesto chaqueta para pasear por allí. Compre un imán de Los Ángeles y algo para desayunar. A pesar de mis nervios el hambre gano el pulso. Me tome un zumo de manzana y ahora, recordando bien, fue en ese lugar donde probé los Reese’s Sticks King Size y no en la gasolinera entre Monument Valley y Kingman. Una cosa que me llamo la atención, no solo en LAX, sino durante todo el viaje, fue la desaparición de los quioscos de prensa. Sí, es cierto que en la tienda vendían prensa, revista y libros, pero la variedad y la riqueza de los puestos y los propios puestos de periódicos que había visto en mi anterior viaje a los Estados Unidos ocho años antes había desparecido. Para mi desesperación el papel se muere. Otra cosa que hice en esas horas muertas, para no retrasar lo inevitable, fue cambiar mis dólares a euros. Había logrado deshacerme de todas las molestas monedas en máquinas expendedoras y huchas de la caridad. No salí mal al cambio, aunque lo cierto es que había olvidado por completo que haríamos una escala en uno de los aeropuertos de Nueva York, porque acaba de quedarme sin dinero para usar allí.
Bien, dicho esto querrán una ración de personajes ¿verdad? Lo cierto, para su/nuestro pesar, es que no vi tantos a los que cargarles el San Benito de la palabreja en cuestión. Claro, te topas con gentes llegadas de todo el mundo vistiendo ropas y atuendos naturales en su tierra como puede ser una enorme flor en el pelo de una hawaiana pero, siendo justos, no es reseñable y no califica para la categoría. El que se llevó el premio “Person” del día fue un tipo que directamente viajaba en pijama. Si, si, con su pantalón de pijama de franelilla, su pedazo de almohada, sus calcetines y sus chanclas. Ya les hable de los niños vestidos así cuando llegamos a Estados Unidos, pero en defensa de los padres y de las criaturitas hay que señalar que estaban a punto de embarcarse en un vuelo nocturno. Pero este tipo, en pijama, demostraba que cualquier indicio de clase, educación y saber estar ha desaparecido de los viajes aéreos. Como decía al principio de este capítulo: paradas de autobuses con alas. Y aunque tuve tiempo, mientras estábamos sentados en nuestra puerta de embarque, no vi a ninguno que me hiciera levantar la ceja y apuntarlo mentalmente en la lista negra. Por cierto, ya que les hablo de la puerta de embarque, nos la cambiaron y allí nadie dijo ni pio. Ni por megafonía, ni en las pantallas, ni nada. Fue mi neurosis, esa que me lleva a comprobar cada cosa un millón de veces, la que me empujo a cotejar el vuelo que figuraba en nuestros billetes con el que tenía frente a mí en el mostrador. Nos habían dicho que era allí, pero no, nuestra puerta de embarque no estaba en una cómoda bolsa de asientos, sino en mitad de un pasillo por el que transitaba todo el mundo. Sin prisa, pero sin pausa, nos pusimos a la cola en nuestro nuevo emplazamiento.
Rostros familiares comenzaron a aparecer. Si, nos encontramos con dos parejas que llegaron en el mismo avión que nosotros a Washington. No crean que nos saludamos ni nada de eso. Yo me entretuve con el juego mental de si o no y en acariciar a un perrete que iba a viajar con nosotros y estaba un tanto nervioso….como yo mismo. Les ahorrare contarles el vuelo. Fue cómodo. Estaba sentado en una de las filas de asientos centrales pero en la esquina por lo que podía estirar más o menos las piernas. Me pase todo el trayecto viendo películas en versión original y preguntándome porque todo el mundo en cuanto pone el trasero en el sitio que le ha sido asignado decide quitarse los zapatos. No esperan ni diez minutos a sufrir el síndrome de la clase turista. No es que me importe, pero oigan, esperen un poco que está ahí la pobre azafata haciendo el paripé y usted más preocupado en la comodidad de sus pinreles. Carrito de bebidas, comida infecta, azafatas que no se parecen a las de las películas…lo que viene siendo un vuelo. Tranquilo pero largo. Una vez aterrizamos en Nueva Jersey ya era de noche. Habíamos cruzado el país a fin de cuentas. Estábamos en el aeropuerto de Aeropuerto Internacional Libertad de Newark que no es el JFK pero afortunadamente, según tengo entendido, tampoco es el de LaGuardia. Deambulamos por allí. Teníamos una hora larga hasta que nuestro vuelo saliera y aunque en el anterior habían “intentado” alimentarnos teníamos hambre. Las ofertas gastronómicas eran amplias. Probamos en una pizzería y la dependienta a nuestras preguntas nos puso morros asi que a otro sitio, que va aguantarle su mala gana su santa madre, porque lo que es yo, no. Probamos en una hamburguesería, pero ante la imposibilidad de pagar en efectivo pasamos del sitio tras cancelar nuestro pedido para estupor de la gerente. Finalmente terminamos comprando unos bocadillos horribles en un puestecito que si aceptaba efectivo y prepárense, que en el siguiente párrafo viene una reflexión.
Un día de aviones y aeropuertos.
Se nos comen. Y no, no los chinos, sino las máquinas. La automatización ya está aquí le duela a quien le duela. ¿Se han fijado que poco a poco vamos interactuando más y más con dispositivos electrónicos? Ya sea un terminal de pedido o un contestador automático, las maquinas nos ganan terreno. E ira a más. No creo que lleguemos a la situación crítica de Terminator, pero va a llegar un punto que cerca le va a andar. ¿Y a qué viene esto? Verán en Newark nos topamos con varios comercios que ya solo aceptaban pago con tarjeta y tantos otros en los que el pedido te lo gestionabas tú mismo a través de una pantalla sin ningún tipo de contacto con otro humano. Personalmente creo que es un desastre. Si, abarata costes y le ahorras al cliente tratar dependientes de mal café y viceversa pero, ¿Dónde quedan las respuestas naturales no basadas en parámetros salidos del resultado de una encuesta? Tengo un amigo que trabaja en el sector metalúrgico y ya me ha dicho que dentro de veinte años todo será automático. Solo harán falta unos pocos supervisores para comprobar que la maquinaria hace su trabajo y funciona correctamente. ¿Llegaremos al punto de ser pagados por no hacer nada? ¿Estamos ante el albor de la era del Homo Ludens? ¿Quién luchara en las guerras del futuro? ¿robots? Es probable que no llegue a ver tanto, pero por lo pronto ya le he tenido que pedir a una pantalla plana que quería comer y beber para luego tener que pagar con dinero virtual. Oh, por cierto, en uno de esos establecimientos automáticos me tope con el wrestler profesional Drew Galloway y no, no mide lo que dice que mide ni de broma ya que ambos, hombro con hombro como le tuve, estamos a la par. Resulta curioso que cada vez que voy a Estados Unidos me topo con alguien moderadamente famoso. En mi primera visita vi a Johnny Knoxville en Times Square y en la segunda al luchador profesional Drew Galloway. No está mal.
Y llego la hora. La hora de dejar atrás los kilómetros, la broma del enculadero (¿Sabes a donde se va por ahí, verdad?…al enculadero), de utilizar la expresión abra cadabra tapate guarra, de pedir que nos trajeran una col lombarda, de repetir el sketch de los mecánicos mortíferos, de mentar a César Romero, del todo incluido, de “hey, ahí vive gente”, de esa urbe del futuro que es Tuba City, reírme de la mongólica de Alicia Keys y de otras tantas y tantas tontadas que asustarían a un catedrático. Lo curioso es que todas parecían haber ocurrido hacia un millón de años. En los últimos días ese pensamiento fue dicho en voz alta en unas cuantas ocasiones pero aquella noche en el aeropuerto de Newark realmente parecía que habían transcurrido miles de años desde que pasamos la primera noche en el Hotel Ramada. Después de cuatro mil kilómetros, cuatro estados, tres grandes ciudades, cinco parques naturales y un tramo de la Histórica Ruta 66 volvíamos a casa. Por delante, no sé cuántas horas sobre el Atlántico. Comida de avión, asientos escuetos en su vocación, carritos de bebida y un perfumado y amable azafato de origen hindú fueron la compañía, junto a tres películas que tuve en ese vuelo nocturno que me llevaría a aterrizar en Madrid el día de mi treinta y cuatro cumpleaños, el veinticuatro de agosto de dos mil dieciséis.
Feliz día de tu no cumpleaños
El vuelo fue tranquilo. El aterrizaje fue una mierda como el sombrero de un picador. El piloto decidió tirar literalmente el avión contra la pista. Se notó un impacto brutal en la cabina cuando las ruedas tocaron asfalto. En mi interior las frases “me cisco en la madre del piloto” y “vamos a morir” libraban un combate despiadado a cara de perro. Afortunadamente no ocurrió nada y ninguna de las dos salió de los confines de mi mente (en la que vive un tejón con visera de banquero antiguo llamado Murray). Al salir el avión el perfume del azafato de origen hindú volvió a despedirse de todo aquel pasajero que tuviera la “fortuna” de pasar por su lado. Sentía, tras una noche sin dormir viendo películas en el pequeño monitor del reposacabezas situado frente a mí, como si tuviera los ojos atornillados a la cara. No solo escocían…pesaban. Nos recogió el padre de uno de mis compañeros de viaje. El trayecto hasta la casa de mis amigos fue ameno. Hacía años que no pasaba por Madrid. Cuando llegamos, la sorpresa fue mayúscula, el tanque de la tortuga mascota de mis colegas se había convertido en un apestoso cenagal. Las personas responsables de su cuidado no habían cumplido. Tras sacar al quelonio de más de dos kilogramos del nauseabundo légamo y deshacer más o menos las maletas marchamos hacia un hipermercado a comprar. Una vez en la casa, mis amigos se entregaron a sus quehaceres, mientras que yo jugaba al divertidísimo Broforce. Quise ayudar, pero no me dejaron. Mi amiga se marchó al gimnasio, mientras que su marido paso toda la tarde limpiando la pecera.
Era mi cumpleaños y todo se movía muy despacio. Mis amigos ocupados y mi cerebro anestesiado por la falta de sueño. Mi cuerpo pidió tiempo muerto en forma de cabezadas cuando comenzamos a ver las fotos del viaje. La tarde paso. Pensamos ver Golpe en la pequeña china, pero no hubo forma de encontrarla. Nos decidimos por Pulp Fiction y tras recibir un regalo de cumpleaños de mis amigos en forma del muñeco Funko Pop de Harley Quinn cerramos la persiana porque no podíamos aguantar despiertos. El resto del film quedaría para el día siguiente, el día de mi no cumpleaños. Dormí. Lo suficiente para sentirme como nuevo. Una vez tuve los ojos abiertos me puse a trastear con el ordenador, tenía muchos correos que responder, reservas que hacer y actualizaciones por mirar. Mis amigos seguían durmiendo. Una vez termine me puse a jugar a la consola, Broforce, una vez más. No sé cuánto tiempo jugué, pero sé que fue mucho porque llegue a estar cansado de dar a los botones. Mis amigos dormían. Estuve viendo la tele. Programas de supuesta tele realidad en los que sus protagonistas venden y compran artículos. Al rato volví al ordenador. Llevaba unas 4 horas despierto, quizás más y entonces despertaron. Pasaríamos el día de mi no cumpleaños en la ciudad. El día anterior reservamos en una hamburguesería llamada Goiko Grill de la que llevaban un año hablándome. Una vez volvieron al mundo de los vivos, marchamos a dar un paseo. Tras volver y adecentarnos partimos rumbo al restaurante. No tardamos en llegar y, misteriosamente, encontramos aparcamiento rápido a unos pocos metros de nuestro destino. Nos acompañó a nuestra mesa un tipo amable pero demasiado moderno para su propia salud. Y finalmente, tras más de un año escuchando sobre las bondades de las hamburguesas de esa pequeña cadena de restaurantes pude probarlas. ¿Veredicto? Notable alto. Mis preferidas de Madrid sin lugar a dudas. Pero no, no es la mejor hamburguesa que me he comido en mi vida, esa aún está por descubrir. Si están por la ciudad de los gatos no duden en pasarse por uno de los restaurantes. ¿Qué no me gusto? La parroquia de “cuñados” que teníamos sentados al lado, liderados por el clon barato de Josema Yuste pero de eso no tiene la culpa Goiko Grill. Secretamente, mis amigos habían pedido una porción de tarta Red Velvet con una vela para celebrar mi No Cumpleaños, ya que las Oreo Tarta de Cumpleaños que tomamos la noche anterior. Fue una bonita sorpresa y la tarta, siendo la primera vez que la probaba más allá de las Oreo Red Velvet, me gustó mucho.
¿Y que hicimos después en mi día de no cumpleaños? Pues ir de tiendas, pero no a unas tiendas cualquiera, sino a la ruta de los comics. Pasamos por todas y cada una de ellas y compre bastantes cosas la verdad. Cuatro números de cinco de la colección Rogue Trooper, el tebeo El gran duque y el muñeco de Jack Burton versión Funko Pop. Tras buscarlo incansablemente por la Costa Oeste de los Estados Unidos sin éxito al final lo encontré en una tienda de Madrid. Añadan que mis amigos me regalaron a la versión Funko de Lo Pan que brilla en la oscuridad. Bien, hagamos un alto. Verán entre las cientos de cosas que me molestan, una de las que más me hacen arquear las cejas con desaprobación es la que empuja a los aficionados a lo que sea a disfrazar sus obsesiones o gustos con nombres de cara a la galería. “Oh, no, no…yo no leo comics, leo novelas gráficas” o “Por supuesto que sí, pero yo no colecciono muñecos, colecciono figuras y figuras de acción” son dos de las más repetidas en los mundos por los que me muevo. ¿Y esos complejos? ¿Necesitan reafirmarse o algo así? Entonces, vamos a ver que yo me entere ¿de verdad son tan mentecatos? Llamen a las cosas como quieran pero dos cositas: primero, nunca corrijan a nadie que no pase por su aro de acomplejado y dos, jamás vistan algo de lo que no es y no lo sobredimensionen para darle una importancia que no tiene para convertirlo en algo aceptable para la sociedad… ya saben, esa que ve perfectamente licito que alguien se gasta ciento cincuenta euros en una noche en copazos pero ve con malos ojos que ustedes, con sus treinta castañas, se compren un muñeco de veinte euros. Yo no tengo nombres, ni una lista, pero si han sentido ofendidos por esto que acabo de escribir me mandan un correo electrónico poniéndome a parir en lo alto de una montaña rusa.
Pero sigamos, sigamos. El punto final de la Ruta 66 lo fijamos en la tienda Atlántica 3.0 donde encargue las dos figuras que me faltan para terminar mi colección ReAction de Golpe en la pequeña china. Mis amigos me presentaron al dueño, un tipo muy dicharachero y agradable. Curiosamente, en la conversación de nuestro periplo estadounidense se metió un tipo que había estado viviendo en la Costa Oeste de los Estados Unidos y que estaba esperando a obtener su visado de trabajo para volver. Pero si la Ruta 66 termino en Atlántica 3.0, la ruta de los comics no. Pasamos por Fnac, la morada de los fantasmas, pero no encontré nada que me sedujera y un libro que andaba buscando no lo tenían. Finalmente, la cosa termino en Chollo Games, una tienda Retro algo cara, en la que apure veinte euritos adquiriendo dos títulos para mi adorada Nintendo NES. Pasamos por la Puerta del Sol, repleta de gente que habla de libertad prohibiendo, disfraces mejores que algunos de los que pudimos ver en el Paseo de la Fama de Hollywood y turistas. Cuando el sol se empezaba a poner, con nuestras compras en la mano, entramos en el metro con dirección al sitio en el que teníamos aparcado el coche. Un muy buen día que termino viéndonos terminar Pulp Fiction.
Como siempre, la mañana de mi último día de viaje empezó temprano. En esta ocasión mis amigos no tardaron tanto en despertar. Con todo preparado para mi partida dimos una buena vuelta por la zona. Con algo de nostalgia entramos en Taste of America y compre algunos de los refrescos a los que nos habíamos acostumbrado en EEUU. Con bastante sed me tome una de las latas, un Hawaiian Punch para más señas. Recuerdo que me produjo bastante picor en la lengua y desconozco los motivos. Oh, otra cosa, durante todo el viaje en Estados Unidos estuve cargando con una bolsa en la que guardaba unos caramelos que mis sobrinas pidieron por no dejarlos en el coche y correr el riesgo de que se convirtieran en una masa informe y chiclosa. Si llego a saber que encontraría los dichosos caramelos en la tienda de Madrid los habría comprado su tía. Cosas que pasan, digo yo. Paseamos tranquilos, mi tren no salía hasta pasadas las cuatro y pediríamos pizza para comer. Una Tony Pepperoni de masa gruesa para mí por favor. Llegaba la hora de volver al viejo hogar. Menos de treinta minutos después de haber salido de casa de mis amigos ya estábamos en la estación. Resulto extraño. Era la primera vez en nuestra vida que el que se despedía para volver a su casa era yo en lugar de ellos. Rampas mecánicas, una tiparraca disfrazada, cola, control de seguridad y a mi vagón, donde el típico metomentodo no tardo en decirme que no podía poner una maleta tan pesada en el porta equipajes situado sobre mi cabeza. Le mire con una cara de profundo desprecio. El alfeñique contrahecho saco algo de valor de su cuellecito de lápiz y me dijo: “ya vera cuando venga el revisor”. ¿Hace falta decir que el revisor no me dijo ni flores al respecto? ¿No, verdad? Pase el resto del viaje leyendo los tebeos que había comprado el día anterior. Y finalmente, tras diecinueve días fuera llegue a casa. ¿Tardare otros ocho años en volver a viajar? ¿Costara cinco años ahorrar para un viaje de esa catadura? En el horizonte se perfila Japón, pero eso es una historia que todavía está por contar.
La aventura al completo:
Un idiota de viaje – Consideraciones viajeras y primera noche en L.A.
Un idiota de viaje – Los Angeles: Dos noches y un dia.
Un idiota de viaje – Adiós a Los Angeles y una road movie.
Un idiota de viaje – Sal de mi pueblo If you’re going to San Francisco.
Un idiota de viaje – Un hippie se subió a un tranvía en San Francisco mientras un recluso le estaba mordiendo la pierna.
Un idiota de viaje – Con el ciruelo al aire por las calles de Frisco.
Un idiota de viaje – Going up the country.
Un idiota de viaje – Jugando al golf con el diablo.
Un idiota de viaje – Bienvenidos al fabuloso vertedero de Norteamérica.
Un idiota de viaje – Un flamenco, una boda y un streaptease.
Un idiota de viaje – Sobrevolando ganancias en Las Vegas.
Un idiota de viaje – Carretera y manta.
Un idiota de viaje – Bienvenido a mi valle peregrino.
Un idiota de viaje – Reconciliación con L.A.
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