Ocurrió hace algún tiempo. El breve comunicado del Centro de Coordinación de Emergencias 112, del que se hizo eco una agencia de noticias, tan solo recogía los detalles escuetos del suceso. A última hora de la tarde, una mujer de 79 años había resultado atropellada por un vehículo, que conducía otra mujer de 67, cuando presuntamente esta última se saltó un semáforo en rojo. Ocurrió en un paso de peatones del centro de la capital y, aunque se decía que la herida quedó inconsciente, puedo dar fe de que la mujer mantuvo su consciencia en todo momento.
A esa hora, mi pareja y yo transitábamos por una de las avenidas de la ciudad, tras compartir café en un local próximo. Hacíamos tiempo para ir a un centro médico. De repente, mientras charlabamos andando por la acera, escuchamos un golpe seco y vimos el cuerpo de una mujer menuda cómo se elevaba desde el suelo, saliendo despedido y cayendo bruscamente al pavimento. Nos sorprendió que el coche que la había golpeado siguiera su marcha, sin detenerse, a trompicones, emitiendo un ruido extraño como si quien lo condujese estuviera pisando desconcertadamente freno, embrague y acelerador.
Un joven que acompañaba a la atropellada, preso de rabia, salió corriendo para detener el vehículo, que se paró unos metros más adelante. Supe después que se trataba del nieto de la accidentada, un chaval joven, alto y con gafas, cuya envergadura me recordó por momentos a aquel veinteañero Juan Manuel de Prada, cuando publicó ‘El silencio del patinador’. Una pareja se aproximó al coche y de él salió una mujer que apenas podía mantenerse en pie, sin duda afectada por la impresión de lo que acababa de protagonizar. Los demás turismos que por allí transitaban en esa misma dirección también pararon, y algunos de sus ocupantes bajaron y atendieron a la accidentada, mientras nosotros llamábamos al teléfono de Emergencias dando cuenta de lo ocurrido. La anciana permanecía en el suelo, boca arriba, sin quejarse ni decir nada, con los ojos abiertos. Cuando alguien le preguntó si le dolía algo, dijo con un hilillo de voz que la espalda. No pude evitar acordarme de mi madre y aún más de mi tía. Minutos después, llegó la Policía Local y luego una ambulancia. El nieto avisó a algún familiar, mientras a la herida la evacuaron hacia el hospital más próximo y a la conductora también, presa de una crisis de ansiedad.
En los minutos que permaneció tendida en la calzada, me impresionó el comportamiento de la anciana. Siempre he creído que las personas mayores no solo se limitan a pensar en la muerte, sino que la tienen en todo momento muy presente. Quizá eso dote de mayor solemnidad e importancia al resto de sus días. César González-Ruano dijo aquello de que la muerte podía consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir. Supe luego que la mujer había perdido a su marido hacía apenas unos meses. Y quise entender su serenidad y quietud durante los minutos en que permaneció tendida a la intemperie, sobre el frío asfalto, al tiempo que recordé el nombre de aquella película setentera de Al Pacino, que da título a este artículo, historia de un amor imposible entre un piloto de carreras y su mujer enferma, en la que la carretera se convierte en esa alegoría que simboliza, una vez más, el viaje de la existencia. Y lo efímero que puede resultar todo. Eso de que el ‘para siempre’ esté compuesto de muchos y sucesivos ‘ahoras’. Especialmente cuando la pandemia del coronavirus se ceba, en estos duros y aislados días, con nuestros mayores, que se nos están muriendo a borbotones en hospitales y, lo que es aún peor, en algunas residencias, esos centros donde siempre creímos que estaban tan seguros frente a todo hasta que nos han hecho ver que, en determinados casos, eran crueles ratoneras. Esos abuelos y abuelas que tanto nos dieron, a cambio de nada. Como aquella anciana, tendida silente sobre el asfalto, de la que no he vuelto a saber y que confío en que superara el fatal atropello.