La noche de Fin de Año desvelé a los amigos un secreto que llevo ocultando desde hace casi diez años. Nunca había confesado a nadie que, aparte de escribir, también me gano la vida trabajando de extra en el cine. Al enumerar las películas en las que he salido a lo largo de todo este tiempo, ninguno se lo creyó. Hasta que puse los DVD, detuve la imagen, señalé mi figura, y se quedaron pasmados al comprobar que decía la verdad. Cuando por fin reaccionaron, les conté la primera vez que acudí a un casting con mi prima Rosa. Nos eligieron a los dos y desde aquel día he aparecido fugazmente en más de cuarenta películas. Hay directores que ya me conocen y no dudan en seleccionar al escritor que combina sus dos grandes pasiones para tirar adelante.
Me identifico con el papel de extra. Me atrae pasar desapercibido entre la muchedumbre, incluso cuando la cámara se acerca y proyecta un plano medio del personaje que interpreto y que luego nadie reconoce. El maquillaje hace milagros. Además nunca salgo en los títulos de crédito, ni siquiera cuando permanezco en escena más tiempo de lo habitual. El anonimato es una elección personal. Desde la primera película, utilizo un apodo artístico que no pienso revelar. Los extras no tenemos nombre.
Mi sueldo ronda los cincuenta euros diarios, aunque sólo intervengo unos pocos segundos. El resto del tiempo lo paso en el set de rodaje. Me abstraigo de todo lo que me rodea y escribo el cuento, la novela, o aquello en lo que ande involucrado. Hasta que me interrumpen para actuar. Entonces paseo por la calle, me siento en la terraza de un bar o desfilo con otros soldados en el ejército de extras. Una mañana que estaba inmerso en mi mundo, el director filmó al hombre sentado en un banco del Parque, escribiendo a la sombra de un árbol. Cinco, diez o quince segundos para la eternidad. Hay ocasiones en las que he actuado durante más tiempo y después mi falso nombre luce en la pantalla.
Soy feliz haciendo este trabajo porque me permite cambiar de identidad durante un brevísimo periodo de tiempo, como sucede con los personajes secundarios de cualquier relato. Ahí estoy yo, camuflado entre la multitud, interpretando el mismo papel que la mayoría de las personas protagonizamos en la vida cotidiana. Uno entre un millón. El hombre invisible que sólo dispone de unos segundos de gloria. No me atraen los protagonismos, prefiero pasar inadvertido y disfrutar del anonimato. Los extras somos imprescindibles aunque nos hagamos los muertos. Después acudo a verme al cine. ¿Dónde estoy?, al descubrir mi silueta suspiro aliviado. Me hace gracia distinguir al otro yo y reconocerlo como si fuera mi doble, un intruso en mi propia vida. Esa vida oculta que la noche de Fin de Año saqué, por fin, a la luz.
El extra. Texto: José Antonio Garriga Vela. Diario Sur – 02.01.2016.
Días de cine.
Ángel trabaja de especialista en películas de cine y series de televisión. Nos conocimos el año pasado en Barcelona. Cuando descubrí a lo que se dedicaba no paré de hacerle preguntas. Siempre he sentido curiosidad por los héroes desconocidos que se juegan la vida suplantando a los actores en las escenas peligrosas. Me contó sus experiencias como hombre antorcha y enumeró las películas en las que había saltado por los aires y pilotado coches que caían al abismo. Cuando le pregunté si no temía jugarse la vida, respondió que lo habían matado tantas veces que había perdido el miedo a la muerte. Además, un accidente mortal le podía ocurrir a cualquiera, incluso sin salir de casa. Y concluyó afirmando que unos viven más y otros menos, pero la diferencia siempre resulta efímera comparada con la eternidad.El otro día me llamó por teléfono para vernos. Dijo que estaba en Granada y tenía el domingo libre para acercarse a Málaga y almorzar juntos. Antes de colgar, preguntó si no importaba que lo acompañara el actor que suplantaba en la película y una amiga que también trabajaba de especialista. «Por supuesto que no, todo lo contrario», contesté. Me apetecía enormemente pasar un domingo de cine. Cuando Blanca y yo llegamos al lugar de la cita nos quedamos sorprendidos al ver a Ángel con nuestro actor favorito y con Nuria, una atractiva mujer de unos cuarenta y cinco años. Nos saludaron como si fuéramos antiguos compañeros de fatigas. Durante la comida estuvimos conversando de cine, arte, viajes, literatura, fútbol, gastronomía y especialistas. El actor afirmó que solía rodar las escenas peligrosas. Luego reconoció que Ángel le había salvado la vida un par o tres de veces. Nuria los miró con complicidad y sonriendo irónicamente confesó que cada día soportaba peor lo excesos. Ignoro si hacía referencia al trabajo de especialista o al que ejercía por las noches en una coctelería del Rabal. Por un instante, me dio la sensación que Ángel y Nuria estaban juntos, aunque también pensé que ella era la pareja del actor neoyorquino que hablaba perfectamente español.
La sobremesa fue larga. Caía la tarde y como no los veíamos con intención de marcharse, propusimos tomar algo en casa. Aceptaron de inmediato. Al llegar, se quedaron perplejos al ver la colección de deuvedés que cubren las paredes. Entonces hice algo que jamás había previsto realizar. Busqué las películas en las que salía el actor y las que aparecían camuflados los protagonistas invisibles, las puse sobre la mesa y pedí que nos las dedicaran como si fueran libros. Al irse, ya de madrugada, leí las dedicatorias. Entonces descubrí que uno de los tres se había enamorado.
Días de cine. Texto: José Antonio Garriga Vela. Diario Sur – 10.09.2015.
En Algún Día│José Antonio Garriga Vela.
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