Me dan bastante asco los juicios en blanco y negro. Un juez, per se, debería alejarse de los mismos, y aplicar al dedillo esa parte de la ley que le ofrecen los atenuantes y los agravantes, donde encaja la subjetividad que todos cargamos, pero, en este caso, en pos de esa inalcanzable objetividad de su difícil trabajo.
Así pues, recelé del vídeo de turno, y, cuando lo había visto, seguí recelando largo rato, pese a que, a grandes rasgos, a aquel hombre de mediana edad, estudios superiores y extenso currículo no le faltaba razón. Mi recelo surgía del sentimiento del mismo discurso, de esa idea tan propia de la deformación profesional que brota de ciertas actividades y que, en este caso, parece impulsar a nuestro interlocutor a sentar cátedra, a hacernos tragar su verdad, su discurso, pero siempre íntegro, y a pelo.
El juez Emilio Calatayud inundado de papelajos.Y esto es todo lo malo que puede decirse de una plática fragmentada de diez minutos que el juez granadino Emilio Calatayud ofrecía en el marco de un pacto por el menor y que Europa Press, con muy buen ojo, se encargó de compartir y publicitar: que era moralizante, porque la gente de a pie quiere productos íntegros que recoger e incorporar a su propia estructura de pensamiento, y no una ética voluble, y ampliable, y en constante formación, ¡que eso da mucha pereza!, y a ver si vamos a tener que pensar más de la cuenta, por lo que, incluso en el error, yo le atribuyo bondad.
El vídeo, que ofrecía el segmento de una conferencia en el hotel Guadacorte, presentaba al juez Calatayud, conocido por sus sentencias ejemplarizantes, hablando de ese decálogo para formar a un pequeño delincuente que tantas veces se le ha atribuido. También la falta de filtros, de espiritualidad —palabra que nos rechina, pero que no cuesta tanto darle la vuelta y llamarla educación ciudadana tampoco—, de responsabilidad, de complejo de culpa, de sacrificios… y los problemas que todo esto supone a familias de clase media y media alta en casos de futuros maltratos de hijos a padres.
Hubo espacio para la crítica constructiva, por supuesto, que se evidencia, hoy, en una disminución de la delincuencia juvenil por tres grandes razones, según el juez: porque los jóvenes han vuelto a la escuela tras el ladrillazo (una anómala bondad que nos lega la crisis), porque las familias están aprendiendo a decir que «no a todo» y porque los políticos ya nos lo han robado todo.
Sin embargo, no faltaron las tres palmadas en la mesa que necesitaba el auditorio. La primera, la más espectacular de todas ellas, es la asunción (de una puñetera vez) de que tenemos complejos de joven democracia, y que allí donde más visible se muestra no es en la cómica, que no graciosa, imposibilidad de un pacto educativo entre los grandes partidos, sino en la aceptación por parte de todos de unos derechos y unos deberes del menor, primero, por parte de las familias, y, seguidamente, de las escuelas, que no les permita hacer abuso de sus derechos y dejadez de sus deberes. De hacer un pequeño esfuerzo por olvidar lo mal que lo pasó una generación entera y que es la culpable última de esperpentos como los padres colega, las madres helicóptero y la renuncia total al principio de autoridad en este país.
La defensa de un pacto que nos deja tres dictados por los que luchar: la felicidad actual y futura de los que nos vienen detrás, la asunción de una serie de deberes desde la infancia y la posibilidad de volver a hondear la bandera de la autoridad, que detrás no debería cargar más que con la obediencia, el respeto y el levantamiento de las cargas familiares según corresponda a cada uno de sus miembros, sin caer en el autoritarismo, que tanto nos asusta, pero que suele virar siempre en dirección contraria. Por lo menos, en una amplia mayoría de los casos.
Enlaces relacionados:
- Calatayud pide un pacto por el menor, un término medio entre derechos y deberes, por A. Muñoz Algeciras en Europasur
- El juez de las sentencias ejemplares, por Idelfonso Olmedo en Magazine, suplemento dominical del diario El Mundo