Hacia finales del siglo XVIII se produjo un cambio —el cuerpo de la crítica parece dividirse entonces en dos partes—. El crítico y el reseñador se repartieron el país entre ellos. El crítico —que el Doctor Johnson sea quien lo represente— se dedicó al pasado y a los principios; el reseñador tomó la medida a los libros nuevos según salían de la imprenta. A medida que fue avanzando el siglo XIX, estas funciones se fueron diferenciando cada vez más. Estaban los críticos —Coleridge, Matthew Arnold— que se tomaban su tiempo y espacio; y estaban los «irresponsables» y en su mayoría anónimos reseñadores que tenían menos tiempo y espacio y cuya difícil tarea era en parte informar al público, en parte hacer una crítica del libro y en parte anunciar su existencia […].
Pidamos al reseñador que ilumine la naturaleza del problema tal como él lo ve. Nadie está mejor cualificado para hacerlo que Harold Nicolson. El otro día se ocupaba de los deberes y las dificultades del reseñador tal como él las ve. Empezaba diciendo que el reseñador, que es «algo muy distinto del crítico», está «impedido por la naturaleza hebdomadaria de su tarea» —en otras palabras, tiene que escribir demasiado y demasiado a menudo—. Continuaba con la definición de esa tarea. «¿Ha de relacionar cada libro que lee con los principios eternos de la excelencia literaria? Si lo hiciera, sus reseñas serían un largo lamento. ¿Ha de considerar meramente al usuario de las bibliotecas y decirle a la gente lo que puede resultarle agradable de leer? Si lo hiciera, estaría sometiendo su propio nivel de gusto en un grado que no es muy estimulante. ¿Cómo actuar?». Puesto que no puede referirse a los principios eternos de la literatura; puesto que no puede decirle al usuario de las bibliotecas lo que le gustaría leer —eso sería una «degradación de la mente»—, sólo hay una cosa que pueda hacer: puede salirse por la tangente. «Evito los dos extremos. Me dirijo a los autores de los libros que reseño; quiero decirles por qué me gusta o disgusta su obra; y confío en que de este diálogo el lector corriente obtenga alguna información» .
Esta declaración es honrada y su honradez es clarificadora. Demuestra que la reseña se ha convertido en la expresión de una opinión individual, dada sin intentar referirla a «principios eternos» por un hombre que va con prisa, que está limitado por el espacio, del que se espera que en ese pequeño espacio atienda a muchos intereses distintos; que está molesto porque sabe que no está cumpliendo con su tarea; que duda en qué consiste tal tarea; y que finalmente se ve obligado a salirse por la tangente […].
En este punto volvamos una vez más al reseñador. No hay duda de que su posición en el momento presente, a juzgar tanto por los comentarios sinceros de Nicolson como de la evidencia interna de las reseñas mismas, es extremadamente insatisfactoria. Ha de escribir apresuradamente y hacerlo con brevedad. La mayoría de los libros que reseña no merecen un garabato sobre el papel —es baladí relacionarlos con «principios eternos»—. Sabe además, como Matthew Arnold ha señalado, que incluso si las circunstancias fuesen favorables, es imposible para los vivos juzgar las obras de los vivos. Han de pasar años, muchos años según Matthew Arnold, antes de que sea posible formular una opinión que no sea «sólo personal, pero personal con pasión». Y el reseñador tiene una semana. Y los autores no están muertos sino vivos. Y los vivos son amigos o enemigos, tienen esposa y familia, personalidad e ideas políticas. El reseñador sabe que tiene obstáculos, distracciones y prejuicios. Pero aunque sepa todo esto y tenga pruebas en las amplias contradicciones de la opinión contemporánea de que es así, ha de someter una sucesión perpetua de libros nuevos a una mente tan incapaz de aceptar una impresión nueva o de hacer un comentario desapasionado como un viejo trozo de papel secante en el mostrador de una oficina de correos. Ha de reseñar pues ha de vivir; y ha de vivir, puesto que la mayoría de reseñadores procede de la clase cultivada, según el nivel de esa clase. Por tanto ha de escribir a menudo, y ha de escribir mucho. Según parece, existe un único alivio para el horror: que disfruta diciéndoles a los autores por qué le gustan o disgustan sus libros […].
El reseñador en efecto servía para algún fin además de hinchar las reputaciones y estimular las ventas. Y Nicolson ha puesto el dedo en la llaga. «Quiero decirles por qué me gusta o me disgusta su obra». El autor quiere saber por qué a Nicolson le gusta o le disgusta su obra. Se trata de un deseo sincero que sobrepasa la prueba de la privacidad. Cerremos puertas y ventanas; echemos las cortinas. Asegurémonos de que no se deriva de ello fama ni fortuna e incluso así saber lo que un lector honrado e inteligente piensa sobre su obra es para el escritor un asunto del mayor interés […].
Pero podría haber otras ventajas más positivas. Al eliminar lo que ahora pasa por crítica literaria —esas pocas palabras dedicadas a «por qué me gusta o disgusta este libro»— el sistema del Resumidor y el Sello ahorraría espacio. En el transcurso de un mes o dos posiblemente se podrían ahorrar cuatro o cinco mil palabras. Y un editor con ese espacio a su disposición podría no sólo expresar su respeto por la literatura sino en verdad demostrarlo. Podría emplear ese espacio, incluso en un diario o semanario político, no en estrellas y notas de redacción sino en contribuciones sin firma y no comerciales —en ensayos, en crítica—. Puede que haya un Montaigne entre nosotros —un Montaigne cortado ahora en inútiles lonchas de mil a mil quinientas palabras a la semana—. Dando tiempo y espacio podría revivir y con él una forma de arte admirable y ahora casi extinta. O podría haber un crítico entre nosotros—un Coleridge, un Matthew Arnold—. Ahora está desperdiciándose, como Nicolson ha explicado, en un montón misceláneo de poesía, obras teatrales, novelas, todo para reseñarlo en una columna para el miércoles próximo. Dando cuatro mil palabras, incluso dos veces al año, el crítico podría surgir, y con él aquellos principios, aquellos «principios eternos», que si nunca se hace referencia a ellos, lejos de ser eternos dejan de existir. ¿No sabemos todos que A escribe mejor o puede que peor que B? ¿Pero es eso todo lo que queremos saber? ¿Es eso todo lo que deberíamos preguntar?
Virginia Woolf
«Reseñar». Leer o no leer
Traducción: Miguel Ángel Martínez-Cabezas
Editorial: Abada Editores
Foto: Virginia Woolf