Revista Literatura

Un libro de tapas azules (5/5)

Por Cosechadel66

viene de aquí

Por debajo de su sonrisa, entró su cuerpo. Un cuerpo al ataque, como un despliegue de caballería. Cada paso, cada inclinación leve de su cuerpo al darlo…

-¿Te ibas? -su voz…- te dije que vendría.

Debía de haberme agachado a recoger las palabras que se me cayeron de la boca. Porque no pude decir ni media. Pero algo en su mirada me dijo que quería jugar. Que fuera su ratón del juego y que, por lo menos, corriese.

-¿Lo has encontrado, verdad?

-Sabes que sí-pues juguemos, seré el ratón más escurridizo del mundo, si es que esa mirada de gata me lo pide- Y también sabes que aún debemos terminarlo.

-Lo sé –definía cada palabra, cada acento como si el aire estuviera hecho solo para llevar sus palabras. Decía “lo sé” y sonaba como si otra hubiera dicho “te deseo”.

-¿Por qué yo? No soy nadie. Nadie especial. No tengo nada que ofrecerte.

Mis palabras surgen de algún sitio escondido y cerrado, y a lo mejor la llave colgaba de esas caderas que anhelaba agarrar.

-A lo mejor no quiero nada. O a lo mejor por eso, eres el único que puede ofrecerme todo…

Y dos pasos eternos, y sus eternos labios en los míos, y si me toco ahora todavía puedo sentir los latidos de ese beso, como si hubiera puesto algo extraño entre los diminutos pliegues de mi boca. Y por primera vez entiendo que es besar un sueño, y comprendo, con mi lengua contra sus dientes, que es lo que sienten aquellos que creen en milagros absurdos, en absurdos dioses. Aquella boca tenía el sentido de la vida atrapado entre suspiros. Mis dedos rozaban sus mejillas. Levemente. Siempre desde entonces tuve miedo de que todo se rompiese si mis dedos la tocaban. Nuestros ojos. Ella quien lanzaba y yo quien recibía.

Estoy seguro que me faltan palabras para definir el encuentro de mis manos con su cuerpo. Palabras que no conozco o incluso palabras que aún no tienen quien las piense. Palabras que definan la curvatura de su cuerpo, el calor y el frío, el aire de su ropa al caer sobre el suelo, la sensación de querer colocarme en veinticinco sitios diferentes para poder apreciarla a la vez desde todos ellos. Frases que describan exactamente el sabor de sus pezones dentro de mis labios, duros entres mis labios y mi lengua. Ella estaba quieta como un sueño, como un cuadro. Se dejaba acariciar y únicamente sus manos en mi pelo hacia que la notase. Me dejó recorrerla, abrazarla, medirla. Me decía con su presencia entre mis brazos, aquello que recordaría toda la vida.

-Ven – me dijo. Y las órdenes de un gran capitán no hubieran sido obedecidas con tanto ahínco, con tanto honor, ni tanto miedo. A derretirme entre su cuerpo, a dejar de existir entre sus labios.

Me situó como yo la había imaginado y descrito a ella tantas veces. Sus mano e aferraron a mi pecho por debajo de la ropa. Juro que era agua. Agua leve, templada, agua que se dejaba resbalar hacia mi sexo, y la atrapaba y lo dejaba expuesto. Y se enroscaba en él. Besos en la espalda, pezones duros. Susurros.

-Nunca me persigas. Sólo espérame –Frío. Y calor como nunca–. Me odiarás. Pero solo porque no podrás dejar de amarme.

Quiero su cuerpo. Quiero que se abran sus piernas y mi sexo la solape, pero sus manos me atrapan desde mi espalda. Me domina, me juega, me sorprende.

De pronto no siento sus manos. Y me vuelvo, y sonríe. Y se desplaza hacia atrás hasta sentarse en el escritorio. Y abre sus piernas. Y sonríe. Y su mano se encuentra con su sexo, por debajo del elástico de sus bragas de negro encaje. Y sonríe. Y yo me acerco, me tiro, me desplazo, me arrodillo, y… antes que sepa con seguridad que sonríe de nuevo, mis labios se encuentran con sus dedos en la puerta de su centro. Y apartan la tela y me guían. Y la beso. Mi lengua se desplaza de sus pliegues abiertos a sus dedos. Mis manos templan sus piernas. Me lleno de agua, de sexo, de su coño abierto. El cielo azul debe saber a esto, las películas deberían terminar donde terminan mis dedos. Tensa su cuerpo y sus susurros tensa. Y tres leves golpes en la mesa. No podré sazonar nada que pueda parecerse a ese sabor de la muerte pequeña entre sus labios.

Me siento solo y lleno. Lleno de su sabor en mis labios como un hilo dental entre mis dientes. Y estoy solo en esa habitación de librería, ahora de libros olvidados, porque se han ido todas las historias, todos los ensayos, todas las novelas. Son hojas vacías. Son papel. Estoy solo porque cierra los ojos mientras su mano calma el calor entre sus piernas, con caricias frágiles y leves. Y supe que para entender a partir de ese momento muchas cosas, debería mirar el diccionario que era aquella mujer con nombre y curvas de amanecer.

Pero luego los abre. Futuro y cielo. Entendería Babel si pudiera entender lo que me dice con ellos. Tengo miedo. Era un sueño, y ahora está esperando la llegada de mi sexo. Sonia. Agua. Un libro de tapas azules es un sueño.

Entrar en ella. Entro mi sexo, es cierto. Pero entraron mis deseos, mis sueños, mis dudas, mis certezas. Y por fin supe que ya podría describir su rostro en un papel entre tapas azules. La miraba a los ojos y tocaba el fondo de su alma con mi sexo. Y ella me cubría, me arropaba, me seguía. Su sexo era agua y el mío agua era. Cada vez más. Escribí su rostro, sus pechos tensos de ingravidez y deseo. Sus pezones rosados, sus rozados muslos. Sus ojos en mí. En mil partes a la vez sus manos.

Fuera y dentro. Y una luz negra que tapa todo. Cierro los ojos y muero. Mis labios reposan en su hombro. Miedo. Miedo de tener que irme, de dejar de escribirla. No quiero que haya fin para este libro. No quiero que se cierren las tapas azules.

Quizás si antes de dormir digo su nombre…. Sonia.

Sonia.

¿Sonia?

-Sí, Sonia Marsó. Vine hace unos días buscando un libro. Ya le encontré nervioso y extraño, pero no le di demasiada importancia. Y al llegar ayer, le encontré así, tirado en el suelo.

El inspector Bermúdez apunta lentamente en su libreta los datos de aquella mujer. No le cuadra nada de los que le han contado esos ojos grandes y esa sonrisa cautivadora. Hacía tiempo que venían teniendo denuncias sobre la librería y su dueño. Ruidos ensordecedores de madrugada, golpes. Por lo visto el dueño, un escritor frustrado, había estado abusando de investigar sustancias que le ayudaran a superar su falta de imaginación, intentando escribir algo decente, diferente. A punto había estado de escribir un epitafio precioso. Sin embargo, en aquella historia, no parecían tener cabida aquellos ojos que le miraban de manera intensa, y que, no sabía porque, le hacían sentir dos cosas: unas ganas enormes de hablar con su mujer y verla, de comer con ella, y de besarla; y la otra, una sed enorme.

-Bien –prosiguió el inspector- y dice usted que se hará cargo de todo y hablará con los vecinos ¿es así?

-Sí –ojos, agua. Su mujer. Ya es casi mediodía. Y el bar de Toño habrá hecho paella, y es jueves, y si se da prisa y la llama a lo mejor cogen mesa.

-¿Y que relación le une a… -miró la libreta- Javier? ¿Son pareja?

-Digamos que… a los dos nos gustan los libros.

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