En una ocasión me regalaron un libro comprado de segunda mano. El libro, muy voluminoso, de casi mil páginas, estaba inmaculado, como si nadie lo hubiese abierto nunca, ni siquiera para hojearlo; y al recibirlo empecé a pensar, como siempre, en los diversos azares que pueden llevar un libro desde su propietario original hasta la librería de segunda mano.
Al hojearlo descubrí que, al contrario de lo que había pensado, el libro sí había sido abierto, al menos una vez y al menos por un punto concreto: el punto en el que una persona había introducido una hoja de papel escrita a mano.El papel, doblado en dos y comprimido entre aquella profusión de páginas, era una carta. Una carta escrita con esmero, con una caligrafía muy clara y pulcra.
En el primer instante me pareció que leerlasería como inmiscuirme en una conversación privada, pero después, claro está, la leí. Yo no era su destinatario original, pero desde el momento en que el libro llegó a la librería de segunda mano el destinatario cambió. La carta ya no era para quien debió haberla recibido muchos años atrás; la carta ya era para mí. Porque las palabras se escriben para que alguien las lea, y aquéllas merecían ser leídas. Y también la persona que las escribió merecía al menos un lector que apreciara su gentileza, su bondad y su impecable forma de escribir.
La carta es conmovedora, y desprende amor, lealtad y gratitud: es la carta de una joven que se despide de una familia, después de haber trabajado en su casa durante varios años, y que vuelve a su ciudad de origen.
Pensé que quien llevó aquel libro a la tienda de segunda manono se dio cuenta siquiera de que había dentro una carta, y esto me produjo mucha tristeza, aunque, al mismo tiempo, su descuido sirviera para que esa modesta joya llegara a mí.
Hace unos días volví a pensar en esta carta olvidada en un libro, y en la persona que la escribió poniendo en ella su corazón, cuando leí una noticia sobre un hecho semejante ocurrido en Estados Unidos.
Es el caso reciente de una mujer que compróun ejemplar deMientras escribo, de Stephen King (por cierto, un libro y un autor muy especiales para mí, si me permiten el inciso), y que encontró entre sus páginas una tarjeta de cumpleaños muy particular. Se la dirige una abuela a su nieto, y conmueve de forma dolorosa. Porque en la tarjeta la abuela le ruega al nieto que se abrauna cuenta de ahorros, que vaya ingresando poco a poco lo que pueda, y que nunca utilice ese dinero. La abuela quiere evitar que el día de mañana su nieto se vea como se ve ella hoy día: en el umbral de la pobrezay “sin nadie a quien culpar más que a mí misma.” Y para corroborar sus circunstancias, la buena mujer le dice al joven que de hecho su regalo de cumpleaños es ése libro, que ha comprado de saldo por 54 céntimos.
Aparte de la elemental pero sabia lección de economía y sentido común que la abuela le da a su nieto; y aparte del hecho de que este libro que ella compró de segunda mano volviera a una venta de segunda mano, me llama la atención, una vez más, que esos tesoros, esos libros que llevan dentro una nota, una carta, una carga de sentimientos de tanto valor, acaben en una librería de viejo sin que nadie haya reparado en esos mensajes. Se me ocurren varias explicaciones tristes, pero también una esperanzadora. Y es que quizá quienes se desprenden de libros así son en verdad conscientes de que dentro van esos mensajes, pero losdejan ahí porque saben algo que yo también sé: que los libros especiales siempre sabrán el camino que han de recorrer para llegar a quien pueda apreciar su especial significado.Imagen compartida por la compradora del libro.