Revista Cine
Una de las ventajas inherentes a las películas pertenecientes al género histórico suele ser que envejecen bastante bien ya que, salvo las que tocan edades muy cercanas o se permiten elucubrar sobre un futuro ya pasado, las dudas que uno puede albergar siempre aplicando el sano escepticismo hacen que la mayor parte de la temática, digamos formal, no sufre por el paso natural del tiempo.
Por supuesto, las películas del género que uno ve de niño son vistas con otros ojos alcanzada que ha sido la madurez, aunque esta premisa tampoco sea cierta en todos los casos, y no miro a nadie en especial, porque todos conocemos adultos anclados en la adolescencia: con el tiempo, uno va adquiriendo conocimientos, lastre, y la mirada cambia.
Las películas de capa y espada, las de aventuras oceánicas, vibrantes héroes y bellísimas damas, son disfrutadas casi que físicamente en toda edad y condición, pero las que se detienen en los intríngulis historicistas se observan diferentes con el paso del tiempo a causa de los cambios que se operan, por fortuna, en el espectador.
Curiosamente esas películas se disfrutan con mirada placentera en diferentes momentos vitales y llega un momento en que uno se detiene a pensar en el porqué y la consideración de los diferentes elementos cinematográficos que concurren, en algunos casos, produce confusión, porque todos ellos son notables, resultando imposible distinguir el más virtuoso, aquel que es capaz de apresar nuestro interés mientras nos complace repasar, una vez más, la película.
Esto me ocurre -y espero no ser el único- con la película dirigida por Fred Zinnemann que, basándose en el excelente trabajo de Robert Bolt, rodó en la Gran Bretaña del año 1966, en plena eclosión de la música pop y la minifalda, un drama histórico urdido alrededor de Thomas More, película que se tituló A Man for All Seasons, traducido su titulo en España como Un hombre para la eternidad.
La trama histórica es sobradamente conocida pero el guión se basa en la pieza teatral del mismo título escrita por el mismo Robert Bolt que ya obtuvo grandes éxitos en las tablas londinenses y neoyorquinas antes de verse trasladada, como es natural, a la gran pantalla. Así que, de nuevo, se trata de una película que, además de pertenecer al género histórico, es "teatral", con todo lo que ello significa, empezando por la natural predominancia del texto sobre la acción física.
O sea, que de espadachines, nada de nada. Pero tensión, hay. Salvo que las escaramuzas verbales y dialécticas vertidas y pronunciadas por aceradas y viperinas lenguas sean observadas con una benevolencia inocente que menosprecie el poder de la palabra como elemento peligroso capaz de corporeizarse, por ejemplo, en una ejecución sumarísima.
Los elementos a las órdenes de Fred Zinnemann como director y productor y por lo tanto máximo responsable, gozan de una calidad sobresaliente y por ello no es de extrañar que la película obtuviera el reconocimiento tanto de crítica como de público, porque Zinnemann en 1966 era un director afamado y curtido en películas muy diversas y el guionista, Robert Bolt, podía presumir enseñando los reconocimientos recibidos por sus trabajos en Lawrence de Arabia y en Doctor Zhivago.
O sea, que bien mirado, tampoco es tan raro que la película despierte ganas de verla de vez en cuando.
Porque además Zinnemann supo elegir un elenco de intérpretes que bordan sus papeles: Paul Scofield recibió toda clase de parabienes por su interpretación de Thomas More, pero el resto de sus compañeros de reparto, encabezados por Leo McKern como el avieso Cromwell, no le van a la zaga: nombrando sólo unos cuantos a cualquier cinéfilo se le hará la boca agua, porque contar con Orson Welles, Wendy Hiller, Robert Shaw, Nigel Davenport, John Hurt y Susannah York es un lujo irrepetible, casi tanto como el excelente guión en el que todos ellos se basan para perfilar unos personajes que permanecen en la memoria acabada la película.
Dejando aparte el rigor histórico que pueda tener la trama que sustenta la película, conviene resaltar que Bolt se cuida de dotar a todos sus personajes de frases brillantes que además de estar bien escritas perfilan los caracteres distinguiéndolos claramente, dándoles incluso a los secundarios un contenido que les humaniza y personifica consiguiendo individualizarlos, otorgándoles un reconocimiento que les sitúa perfectamente dentro de la trama, consiguiendo un conjunto redondo.
La personalidad real de todos los que aparecen en la película puede coincidir o no con los caracteres cinematográficos y ello será objeto de debate quizás en otro lugar, pero lo que me cautiva de la película de Zinnemann es la elegancia con que el director nos muestra la historia, manteniendo un ritmo pausado pero constante, como si ese río que separa la casa de More -ya sabemos, la casa, el hogar, castillo propio- de la corte londinense, ese río que debe ser cruzado en barcas con remeros, forzosamente a velocidad lenta, marcará el curso de la historia: a un lado del río la casa, la seguridad; al otro, la corte, las intrigas, el peligro.
La trama, basada en la disputa entre Thomas More y su rey, Enrique VIII, con motivo aparente del real divorcio, evidentemente en la realidad debió de ser de una complejidad enorme de intereses creados y tomar partido por uno u otro a estas alturas me parece, personalmente, una pérdida de tiempo.
Lo que importa a Zinnemann, en mi opinión, es reflejar y contar, sin tomar partido, las muy distintas personalidades que viven todavía en el guión escrito por Robert Bolt:
Thomas More alcanza la figura del hombre orgulloso de su forma de ser que se resiste a cualquier cambio y se aferra a lo que conoce y domina como tabla de salvación y excusa para su conducta: las leyes que han regido toda su vida, las leyes que conoce por haber intervenido en su redacción: hay un momento en el que, discutiendo con su futuro yerno, que un tanto fanáticamente asegura estar dispuesto a pasar por encima de cualquier ley con tal de acabar con el mal, personificado por el diablo (en realidad se refiere a eliminar el potencial peligro del traidor Richard Rich), se planta muy serio y dice, mirando a cámara:
"Yo concedería al Diablo el beneficio de la Ley por mi propia seguridad."
El monarca aparentemente despótico y libidinoso, alocado, tratado un poco de refilón por no querer competir con otras célebres películas, no deja de tener su oportunidad de sensatez real ( Robert Shaw se luce sobremanera en las escasas escenas a su disposición) y las artimañas, estrategias e intrigas promovidas por los ambiciosos Cromwell y su secuaz Rich chocarán con las leyes en las que se ampara More una y otra vez sin que su constancia e insistencia se vea afectada por ello: como siempre, la entidad de los contrincantes malvados enaltecerá por sí sola la figura del héroe protagonista que se resiste a plegarse a sus intereses.
Hay un cierto componente socrático en la dialéctica manejada por More para desespero de sus adversarios que pretenden y no consiguen hacerle caer en la provocación pero la trama no pretende y Zinnemann ni siquiera lo intenta convertir la película en una especie de hagiografía de Thomas More, por mucho que haya sido elevado a los altares no tan sólo por la Iglesia Católica sino también por la Iglesia Anglicana: la cámara se entretiene con calma y detalle frente a todos los personajes dándoles el tiempo necesario para mostrarse como son, sus anhelos y deseos, su sed de poder, su ambición particular, su miedo, su instinto de conservación, desde el más alto canciller hasta el criado doméstico.
Zinnemann mueve la cámara con su habitual elegancia dominando el ritmo pausado que requiere la historia, ofreciendo como es lógico detalles de cineasta sabio en sus habituales elipsis con las que muestra, por ejemplo, el paso del tiempo, mientras dirige con eficacia el elenco que ha elegido, del primero al último, todos retratados casi siempre desde una altura media, la cámara algo baja, como buscando enaltecer a todos: da la sensación que Zinnemann colocó la cámara frente a los ojos de Susannah York, recién fallecida cuando escribo esto, y ya no la subió en ninguna escena de planos medios, de modo que tanto la figura de More como la del Duque de Norfolk tienen preponderancia, mucho más altos que Cromwell (Mckern) o el traidor Rich (Hurt), aunque los primeros planos de los malvados conspiradores permiten asombrarse por su maldad. Zinnemann sabe escribir con su cámara con claridad y tiene la gracia de alternar con suficientes paisajes y escenas exteriores para conseguir que el ambiente opresivo de la pieza teatral desaparezca en parte y tan sólo la brillantez del texto invite, que no recuerde, a pensar que hay una obra teatral detrás de la pantalla.
Cuando uno acaba de dar un vistazo a la película se da cuenta que el metraje alcanza las dos horas y parece mentira que, no habiendo escenas de acción pura y dura, la atención se mantenga durante tanto tiempo y ello es muestra fehaciente de la calidad del trabajo de Zinnemann y del acierto que tuvo en elegir a esos intérpretes de cuyo trabajo hay que disfrutar, evidentemente, en versión original, porque todos están magníficos recitando sus frases de un guión de verdadero lujo. Imprescindible verla, además, en su formato panorámico original: huyan de malas ediciones con formato televisivo. Imperdible para cualquier cinéfilo.
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