Revista Literatura
EL lunes pasado, a pesar de su numeración, fue un lunes de oro. No es que pasara nada relevante para nuestras vidas, salvo emociones fraternales y/o colaterales, no nos repartieron oro ni plata, tampoco aluminio, nos seguirá costando envolver el bocadillo. En España fue otro lunes al sol, y eso que estuvo nublado, pero acudamos a la metáfora cinematográfica que ya ha quedado, y que permanecerá, a este paso, mucho tiempo. Moralmente, moralmente. Digo lo del oro, o nos dijeron lo del oro, por los premios que se concedieron ese pasado lunes -de oro- y que coincidieron en nuestro lunes hispánico y soleado -a pesar de las nubes, la niebla y la lluvia-. Cinco años ha tardado Breaking Bad en alcanzar un globo de oro, los mismos que Cristiano Ronaldo en volver a la cima olímpica del balompié mundial y desbancar a Messi del preciado galardón. Por el traje que lució el argentino, y que nadie me lo justifique acudiendo a la marca, también Ferrari fabrica automóviles horribles, como para canis con varias cuentas en Suiza, tengo la impresión de que se olía el resultado e ideó su propia estrategia para proseguir siendo el centro de las miradas. Y lo fue. De la misma manera que Bárcenas, Cantó y Wert son los reyes de Twitter en su versión nacional, prefiero mil veces el anonimato. Que ganara Cristiano el Balón de Oro formaba parte del guión, por mucho que Ribery se hinchara de ganar títulos el pasado año. El portugués es un martillo en el campo, persistente y contundente, insaciable, con una ambición digna de protagonizar una nueva película de Scorsese. Cristiano, si uno se detiene un instante a pensarlo, tiene pinta de actor en una película de Scorsese. Yo me lo puedo imaginar con una camiseta sin mangas, sudoroso, propinándole una paliza de órdago a un saco en el mismo gimnasio en el que entrenaba Jake LaMotta. Y también lo puedo imaginar en Uno de los nuestros, de la mano de la fastuosa Irina, que tarde o temprano acabará siendo una mala malísima en una nueva entrega de James Bond. Que Cristiano ganara el Balón de Oro, como ya he dicho, vaya manera de repetirme, formaba parte del guión, lo que no estaba escrito, lo que no podíamos imaginar, y no voy a volver a referirme al trajecito de Messi, fueron sus lágrimas. Auténticas, secas, incontenibles, el caudal de mil noches en vela, la rabia de la recompensa esperada. Es que cinco años son años, que se lo digan a Walter White, ese insospechado alquimista de la metanfetamina -azul- que tan maravillosamente nos mostró Breaking Bad. Odiamos y amamos a Walter en la misma medida, con semejante intensidad, como a ese padrastro o a esa costra en la rodilla que nos genera placer y dolor al mismo tiempo... sigue leyendo en El Día de Córdoba