Advertencia: Un mal nombre es la continuación de La amiga estupenda. En esta reseña se hace referencia a algunos temas del final de la primera novela, de modo que, si no quieres conocerlos, te aconsejo no seguir leyendo (aunque te animo de forma encarecida a buscarLa amiga estupenda, una obra extraordinaria).
Elena Ferrante, seudónimo de una autora (o autor) nacida en Nápoles, ha escrito uno de los hitos literarios del siglo XXI: Dos mujeres, una saga de cuatro novelas que deben leerse como una sola obra, tal como la considera ella. SonLa amiga estupenda (2012), Un mal nombre (2013), Las deudas del cuerpo (2014) y La niña perdida (2015); cerca de dos mil páginas que siguen la apasionante historia de Lenù y Lila, dos amigas nacidas en un barrio napolitano humilde en los años cuarenta. Ferrante, que reconoce influencias de Elsa Morante y Virginia Woolf, ya había publicado tres libros entre 1992 y 2006 -reunidos en Crónicas del desamor (Lumen, 2011)- y no se arrepiente de mantener su identidad en secreto. No le ha ido mal: aunque no faltan las especulaciones -los rumores apuntan a Domenico Starnone, ganador del Strega, que lo niega una y otra vez; o a su mujer, la traductora Anita Raja -, ha logrado que su tetralogía traspase las fronteras de Italia y triunfe alrededor del mundo, incluso en el competitivo mercado anglosajón, sin apenas exponerse al ruido mediático (solo concede entrevistas por correo). Un verdadero acontecimiento literario.
Todo comenzó en La amiga estupenda, que comprende la infancia y adolescencia de las protagonistas. La narradora, Elena (también llamada Lenù), ya madura, recibe la noticia de que su amiga Lila ha desaparecido -un suceso que no se resolverá hasta la cuarta entrega-, y esto la impulsa a contar, en primera persona, la historia de su relación con ella. Las dos se criaron en el mismo barrio pobre, las dos conocieron la violencia de las calles, las dos sacaron notas sobresalientes en el colegio; pero solo una, Lenù, continúa estudiando con la esperanza de abandonar la miseria. Lila, obligada por su padre, se vio relegada a la precaria zapatería familiar, hasta que se casa con Stefano Carracci, el charcutero, que vive bien gracias a los trapicheos de su padre. Lenù es la joven tranquila, aplicada y juiciosa, de la que nadie desconfía; mientras que Lila, pícara, intuitiva y valiente, incita tanta atracción como aversión. Esta polaridad, que podría parecer un cliché, en manos de Ferrante no lo es porque las dos se influyen mutuamente y se intercambian los papeles. Una amistad compleja, con distanciamientos y rivalidades, que pese a todo perdura con el tiempo, como si todo tuviera más intensidad cuando están juntas.
Ferrante se considera más contadora de historias que escritora, y lo demuestra con creces: no solo desgrana con minuciosidad las venturas y desventuras de Lenù y Lila, sino que da vida a un barrio entero, un universo que se rige por la ley del más fuerte en el que cada personaje tiene sus propios enredos. No busca el prurito efectista, sino que escribe con un estilo nítido, preciso y elusivo para potenciar la transparencia de lo narrado. Sus novelas arrastran al lector con un torrente de palabras esplendoroso, introspectivo y no obstante con un gran sentido del ritmo. Su voz -y en esto tiene mucho que ver la traductora, Celia Filipetto- rebosa honestidad, la honestidad abrumadora de Lenù, una mujer que, desde la serenidad que aporta la edad, reconstruye su vida sin tapujos, desgranando hasta las intimidades más bochornosas, los pensamientos más inconfesables ("El relato de los hechos debe contar con filtros, remisiones, verdades parciales, mentiras a medias; se deriva una extenuante medición del tiempo pasado basada toda en el metro incierto de las palabras", pág. 397). El retrato de la amistad no sería tan punzante si no fuera por su sinceridad, por esa verdad que rebosa la obra. Así eraLa amiga estupenda y así sigue Un mal nombre (porque la calidad no decae), cuando las chicas se adentran en la etapa de juventud, con Lila recién casada y Lenù estudiando bachillerato.
Corren los primeros años de la década de los sesenta. Las chicas han aprendido del barrio que el matrimonio es para siempre, y la que se atreve a romperlo, una cualquiera. Han aprendido, además -y esto aún tiene más importancia-, que casarse con alguien adinerado les permite ascender de clase social. Lila encuentra su particular peldaño en Stefano, aunque desde la celebración de la boda se da cuenta de que no será feliz con él. Si antes había conocido la violencia callejera y la dureza entre padres e hijos, ahora se da de bruces con la de la vida conyugal, que está lejos de ser el paraíso que imaginaba ("Su condición de esposa la encerró en una especie de urna de cristal, como un velero que navega a toda vela en un espacio inaccesible, incluso sin mar", pág. 67). Esta perspectiva de la unión, más que desencanto, muestra una auténtica brutalidad; y tiene mucho en común con la que propone Edna O'Brien enChicas felizmente casadas (1964). Con todo, Lila hace gala de fortaleza y apechuga con su decisión. Al menos, ha logrado vivir como una señora y su familia está a punto de inaugurar una espléndida zapatería en la piazza dei Martiri. La plaza de los Mártires, como una premonición de lo que vendrá.
Mientras, Lenù se sigue viendo con Antonio, el hijo de la viuda loca, pero por poco tiempo. Ella no ha olvidado a Nino Sarratore, el chico estudioso del que se enamoró de niña, que volverá a aparecer. Un mal nombre plantea la confrontación entre la casada y la soltera, ambas profundamente insatisfechas y sedientas, por momentos, de algunos lujos de la otra. Es significativo que los dos hombres principales encarnen valores tan distintos: Stefano, como charcutero, representa la carne, el embrutecimiento del barrio, el cuchillo, los trapos sucios, lo tradicional; Nino, el estudiante brillante, los libros, el conocimiento, el gusto por la conversación inteligente, pero también las costumbres de la nueva juventud, la liberalización, el miedo al compromiso. Ninguno de ellos -como tampoco ninguna de las chicas- tiene un comportamiento ejemplar; de algún modo, Ferrante expresa que, en el amor, no importa de dónde se venga ni aquello a lo que uno se dedique: la imperfección de las relaciones seguirá ahí. Las protagonistas abandonan los idealizados sueños adolescentes -sobre todo después del veraneo en Ischia, que, como enLa amiga estupenda, conlleva un cambio profundo- y aprenden que todo, incluso lo que creían invulnerable, se puede perder en un instante ("No sintió nostalgia de aquella época [...]. Solo sintió que el tiempo había pasado, que lo que había sido importante ya no lo era, que en su cabeza seguía reinando el barullo y que no quería aclararse", pág. 458). Esta idea, el movimiento, el cambio, es una constante en la tetralogía, y convive con la permanencia de la amistad entre ellas.
Por si fuera poco, hay elementos simbólicos que concuerdan con la primera parte. La amiga estupenda se divide en dos apartados, "Historia de don Achille" e "Historia de unos zapatos". Ahora Lila, la hija del zapatero, se ha casado con el hijo de don Achille, y van a inaugurar la zapatería. También se vuelve a hablar de "El hada azul", el cuento que escribió Lila en primaria, y del sueño de convertirse en escritoras que compartieron tras leer Mujercitas. Y, por supuesto, las cuentas pendientes de los vecinos. Las dos protagonistas son tan deslumbrantes que a veces hacen que se ignore el no menos magnífico elenco que las acompaña: los hermanos Solara, que controlan el cotarro; Enzo, el verdulero que despertaba simpatía en Lila; Melina, la viuda loca, que fue amante del padre de Nino... Ferrante no deja ningún cabo suelto, y con ello nos divierte y nos hace pensar.
Pocos autores han mostrado con tanta perspicacia las contrariedades de la amistad entre dos mujeres. Carmen Laforet lo hizo en Nada (1945), Edna O'Brien en Las chicas de campo (1960); y Ferrante aún va más allá. En Un mal nombre, las protagonistas ya no son unas niñas, han tomado conciencia de sus actos y conocen las virtudes y las vulnerabilidades de la otra. En apariencia mantienen una buena relación, aun con sus distanciamientos, pero por dentro se cuecen celos, pulsos conscientes o inconscientes, traiciones, idas y venidas ("Cada palabra de Lila me empequeñecía. Me daba la impresión de que cada frase, incluso las que escribió siendo aún niña, me vaciaba las mías no de entonces, sino del presente", pág. 472). Lenù teme que Lila vuelva a sobresalir; Lila, por su parte, tiene clavada la espina de no haber estudiado, admira la bonhomía de su amiga y echa de menos la libertad de estar soltera. Llevan vidas muy diferentes, pero aun así existe un paralelismo entre ambas, porque se imitan por instinto, se intercambian los papeles y, cuando a una le va bien, a la otra le va mal, aunque esta percepción es siempre subjetiva, motivada por lo retorcido de su relación y esa creencia (egoísta, pero inevitable) de que los demás son más felices.
Si bien Ferrante da voz a Lenù, la empatía hacia Lila es asimismo rotunda. Su amistad funciona como una goma de pollo en la que cada una ocupa una punta: a veces la goma se estira y los polos se alejan, pero basta reducir la tensión para que la goma recupere su forma redondeada, en la que las chicas conforman un círculo imperfecto y comparten experiencias que sacan lo mejor y lo peor de sí mismas. Las escenas más penetrantes, los puntos álgidos, se producen cuando están juntas (la confección del cartel de la zapatería y, sobre todo, el verano en Ischia). La propia Lenù reconoce que a la rutina le falta picante cuando Lila no está ("Quería seguir siendo yo, vinculada a Lila, al patio, a las muñecas perdidas, a don Achille, a todo. Era la única manera de sentir intensamente lo que me estaba ocurriendo", pág. 550-551.). Se enamoran, cambian de ambiente, conocen gente nueva; pero el hilo que las une no se rompe, como si la amistad -la amistad intrincada, con luces y sombras- fuera una parte tan significativa de la existencia como la profesión o el matrimonio.
Si la microhistoria de la saga son las vivencias de Lenù y Lila, la macrohistoria es la lucha de clases implícita en el retrato del barrio. Tanto Lenù como Lila aspiran a salir del entorno pobre y, de nuevo, lo hacen por vías diferentes, sin que por ello una resulte mejor que la otra -Ferrante profundiza tanto que anula las categorías simples como mejor y peor-. Lila, a la vieja usanza, ha utilizado el matrimonio: asciende de forma rápida, se codea con el lujo de la piazza dei Martiri, lleva los vestidos más bonitos. Con todo, sigue siendo la chica descarada que dejó su educación sin pulir. Lenù, por su parte, encarna un ascenso lento, el del estudio: aún vive con su familia, no puede permitirse caprichos, pero, en lo interior, los estudios la acercan a ambientes cultos. Lenù se esfuerza mucho, porque para instruirse no solo basta con aprobar, sino que debe adquirir ciertos hábitos, como leer el periódico. Resulta interesante, además, el papel del idioma como indicador de clase: el italiano, el registro culto, frente al dialecto que se habla en el barrio. Su profesora, la Galiani, la ayuda; aunque Lenù no deja de sentir la alienación causada por el choque entre su hogar, sus padres incultos preocupados por subsistir, y la cháchara de los intelectuales que debaten sobre la igualdad de derechos desde la distancia.
Y las dos envidian a la otra y las dos están insatisfechas. Cada una se adentra con incomodidad en el entorno de su amiga: Lenù se siente poca cosa cuando ve a Lila tan atractiva, segura de sí misma y resolutiva con los negocios; Lila se hace pequeña cuando conoce a otros estudiantes, por primera vez deja de ser el centro de atención y observa con rencor los libros de Lenù. La cúspide de esta lucha de clases llegará en Lila asciende de clase en lo material; Lenù, en lo intelectual. Las deudas del cuerpo, el tercer volumen y el más politizado, pero en Un mal nombre la autora ya deja entrever que la vida es algo mucho más complejo que una línea ascendente y el origen no se borra ni con dinero ni con estudios ("¿Será posible que los padres no mueran nunca, que los hijos los lleven dentro inevitablemente?", pág. 55). Lenù y Lila no serán las únicas que protagonicen las futuras tensiones: Pasquale, el comunista, y los Solara, conservadores, tendrán mucho que decir.