Los pleitos entre los herederos de Nelson Mandela invitan a reflexionar sobre la conveniencia de que los líderes cuyo legado debería quedar limpio mantengan el celibato o eviten tener hijos que desacrediten su memoria.
El recuerdo de Mandela va a quedar manchado por sus descendientes, los seis hijos de sus dos primeras mujeres, de ellos cuatro varones con Evelyn Ntoko, de la que se divorció antes de entrar en prisión, y dos chicas con Winnie Madikizela, mientras estaba en la cárcel de Rodden Island.
Divorciado de Winnie, cuando ya tenía 80 años se casó con Graça Machel, viuda del líder mozambiqueño Samora Machel; no tuvieron descendencia.
Aunque algunos hijos murieron, le quedan una veintena de herederos que pelean en pequeños grupos por su fortuna, estimada en 11 millones de euros por el bien informado diario británico “The Guardian”, y también por su cadáver, que algunos quieren explotar como atracción turística.
Mandela había creado a través de sus abogados y amigos un pequeño grupo empresarial para sobrevivir tras su salida de la política, y para dejarle a sus descendientes algo más que un legado histórico.
Ahí estuvo su error: la herencia se convirtió, incluso cuando estaba vivo, en una sucia pelea en el barro entre unos y otros, que no se sabe cómo acabará.
Y como esas riñas están en distintos tribunales, el apellido Mandela aparecerá durante años en los medios informativos, más por ciego egoísmo que por el honor de su Madiba, o patriarca.
Quizás para evitaro atenuar escándalos así los reyes crearon dinastías hereditarias, pero Buda abandonó a su mujer e hijo y se marchó mundo adelante, Jesús no tuvo pareja, y en el Concilio de Trento la Iglesia católica impuso definitivamente el celibato para evitar papas y peleas como los Borgia y sus herederos.
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SALAS