Deberíamos agradecer al coronavirus su benignidad. No es más letal que una gripe estacional, aunque reúne otras facetas más inquietantes, pero podría haber sido cien veces más mortífero y acabar con nuestro mundo por completo. En el fondo, deberíamos agradecer que es, sin duda, una advertencia a la Humanidad de que por estos caminos caeremos en el precipicio. La próxima pandemia, si el mundo no cambia, nos volverá a sorprender desprevenidos y quizás nos liquide por completo. Hay por ahí una tesis que dice que "el coronavirus no es una pandemia sino una conspiración para acabar con el hombre libre y rebelde". Esa versión de lo que nos está ocurriendo es inquietante y apocalíptica porque lo que pretenden quienes en teoría fabricaron el virus y los soltaron para que causara estragos es cambiar el alma a los humanos y hacerlos más cobardes y sumisos frente al poder. De lo que se trata es de dotar al mundo entero de un poder político único, de establecer un gobierno único universal, autoritario e indiscutible, para lo cual necesitan antes matar la libertad y la rebeldía, que son los valores que hacen grande al ser humano. Hay en este mundo de bajos instintos, dominado por el poder, laboratorios secretos que crean partículas mortíferas para destruir al enemigo y mecanismos químicos para alterar el ADN humano y hacerlo más cobarde, sometido y esclavo, para que así ellos, inmunizados con antídotos, ser los indiscutibles amos del mundo. Hay otras versiones, todas posibles, que pretenden interpretar y dar sentido a lo que nos está pasando. Otra de ellas dice que los dioses siempre humillan al hombre cuando éste se cree poderoso y apuesta por la maldad, como ya lo hicieron con Sodoma, Gomorra y con el orgulloso Egipto de los faraones, al que humillaron con las diez plagas. ---
En estos días de angustia, confinamiento forzoso y reflexión estamos aprendiendo muchas cosas: que nuestro mundo es frágil, que está mal diseñado, que la injusticia lo domina todo, que está mal gobernado por personas que no merecen nuestro respeto, que dependemos unos de otros y que la madre naturaleza, con un pequeño soplo, es capaz de situarnos contra las cuerdas, dentro de un cataclismo inesperado.
Cuando el hombre cree que ha dominado al mundo,cuando piensa que está por encima de todo, cuando siente que no necesita nada ni a nadie, cuando se olvida de su pequeñez y del mismo Dios, llega una simple partícula y nos recuerda que no somos nada, que somos frágiles y que en cualquier momento podemos morir, dejando en la tierra lo que hemos acumulado con esfuerzo, desde la ambición hasta el poder, la riqueza y la familia.
Sea cual sea el origen y el fin de la pandemia que nos ha puesto de rodillas y que amenaza nuestra existencia, lo que es evidente es que el mundo, después de esta catástrofe, no seguirá siendo el mismo. Hemos visto y vivido demasiadas cosas: la muerte rondándonos, el miedo dentro de nuestras venas, las calles sin vida, la ineptitud de nuestros líderes, el desamparo de la Humanidad, la inmensa fragilidad de nuestra existencia y la estupidez supina que se esconde tras la soberbia, la arrogancia, el dinero y el poder..
Cuando esto pase, recordaremos al coronaviros no tanto como un agresor mortífero sino como un transformador de nuestras almas, de las costumbres y de la civilización.
Tanto si el coronavirus es un aviso de Dios o una conspiración para acabar con la libertad rebelde del ser humano, estamos asistiendo a un acontecimiento histórico sin precedentes, singular y enormemente grave. Toda la suficiencia política, social, cultural y hasta científica, está por los suelos. El omnipotente Estado del siglo XXI, que se había erigido en «dios», no sabe qué hacer y tiembla de miedo. Ahora vemos claro que el poder mundial, con toda su soberbia, arrogancia, jueces, policías, soldados, máquinas y medios de manipulación y control tienen los pies de barro y se asustan ante lo que no pueden controlar. Los «progresistas» , esos profetas del nuevo Edén terrenal, están confusos y escondidos y ni los medios de comunicación, con todo su poder, son capaces de controlar los asaltos del destino. No es una hambruna, ni una guerra controlada, ni siquiera una pandemia de las de antes. Lo que estamos sufriendo es un "ataque al corazón" del propio mundo arrogante, desarrollado, prepotente y rico.
El confinamiento en cuarentena y el terror que lo rodea deberían servir para pensar en nosotros, en la deriva terrible del ser humano, mal guiado por pastores inicuos y por su propia cobardía, por sendas sucias y malvadas donde el odio y el egoísmo lo dominan todo. Estamos enfermos y el orgullo estúpido nos impide ver la asquerosa realidad que hemos construido, con nuestros líderes al frente.
Ojalá el virus, ya sea un atentado de los humanos más malvados o una advertencia del mismo Dios, nos empuje hacia el cambio de rumbo que el mundo necesita. Hay que buscar a los mejores para que nos dirijan, hay que prescindir de los chorizos y canallas que se han apoderado de nuestro mundo y que son hoy dueños de los estados y de la mayor parte de la riqueza y los recursos del mundo. En lugar de doblar la rodilla permitiendo que los poderosos ganen una nueva batalla y logren que el mundo se someta más a sus miserables designios y ambiciones, deberíamos elevarnos sobre la basura que nos rodea y construir un mundo nuevo donde se hable de paz, amor, cooperación y valores, un mundo que nos empuje a ser cada día mejores y no que nos lleve de la mano hacia la rapiña, el odio y todo tipo de abusos, egoísmos y violencias, como el que habíamos construido hasta ahora, de la mano de líderes deleznables y canallas.
Francisco Rubiales