No sé ni leer ni escribir. Y cuando me lo pregunta la hoja del censo, me dan ganas de contestar que no.
¿Quién sabe escribir? Es luchar con la tinta para intentar que nos oigan y nos entiendan.
O cuidamos demasiado la tarea o no la cuidamos lo suficiente. Pocas veces damos con el intermedio que cojee con gracia. Leer es harina de otro costal. Leo. Creo que leo. Cada vez que vuelvo a leer, caigo en la cuenta de que no había leído. Es lo malo de una carta. Encontramos lo que buscábamos. Y con ello nos contentamos. La guardamos. Si la volvemos a encontrar, leemos otra carta que no habíamos leído antes.
Los libros nos hacen las mismas jugarretas. No nos parecen bien si no encajan en nuestro humor del momento. Si nos molestan, los criticamos, y esa crítica se superpone y nos impide leerlos lealmente.
Lo que el lector quiere es leerse. Al leer aquello con lo que está de acuerdo, opina que podría haberlo escrito él. Puede incluso guardarle rencor al libro por quitarle ese sitio, por decir lo que no supo decir él y que, en opinión propia, diría mejor.
Cuanto más nos importa un libro, peor lo leemos. Nuestra sustancia se infiltra y lo piensa para nuestro propio uso. Por eso, si quiero leer y convencerme de que sé leer, leo libros en los que no penetre mi sustancia. En los sanatorios en donde he pasado largas temporadas, leía lo que me traía la enfermera o lo que se me ponía por casualidad al alcance de la mano. Eran libros de Paul Féval, de Maurice Leblanc, de Xavier Leroux e incontables novelas de aventures o policíacas los que me convertían en lector atento y humilde. Rocambole, el señor Lecoq, el crimen de Orcival, Fantomas, Chéri-Bibi, al tiempo que me decían: “Sabes leer”, me hablaban tan excesivamente en mi propia lengua que no podían impedirme hallar, inclusos in saberlo, cierto asidero, ni evitar que mi mente les diese una deformación a la medida de su cuerpo. Es tan cierto esto que digo que puede oírse más de una vez, por ejemplo, refiriéndose al libro de Thomas Mann La montaña màgica: “Quien no haya estado tuberculoso no puede entender este libro”. Ahora bien, Thomas Mann lo escribió sin haberlo estado, para que quienes no conocieran la tuberculosis la entendiesen.
Todos estamos enfermos y sólo sabemos leer los libros que tratan de nuestra enfermedad. Por eso tienen tanto éxito los libros que hablan de amor. Pensamos: “Este libro se escribió para mí. ¿Qué pueden entender de él los demás?”. “Qué hermoso es este libro”, dice la persona a la que amamos y creemos que nos ama, a quien nos apresuramos a dárselo para que lo lea. Pero lo dice porque ama a otro.
Habría que preguntarse si el papel de los libros, que hablan todos para convencer, no sería escuchar y asentir. En Balzac, el lector encuentra el alimento que precisa: “Éste es mi tío, se dice, es mi tía, es mi abuelo, es la señora X…, es la ciudad en donde nací”. En Dostoievski, ¿qué se dice?: “Éstas son mi fiebre y mi violencia, de las que nada sospechan quienes me rodean”.
Y el lector cree leer. Toma el cristal sin azogue por espejo fiel. Reconoce la escena que transcurre del otro lado. ¡Cuánto se parece a lo que él piensa! ¡Qué bien refleja esa imagen! Cómo colaboran los dos juntos. Qué bien reflexionan.
Igual que en los museos hay algunos cuadros con historias, quiero decir de los que se cuentan historias y a los que los demás cuadros miran seguramente con asco (La Gioconda, El indiferente, El Ángelus de Millet, etc.), algunos libros son libros con historias y corren una suerte diferente de la de los demás libros, aunque sean cien veces más hermosos.
El gran Meaulnes es prototipo de esos libros. Y uno de los míos, Los niños terribles, comparte ese peculiar privilegio. Quienes lo leyeron y se leyeron en él se convirtieron, por el hecho de creer que vivían mi tinta, en víctimas de un parecido que se veían obligados a sustentar. Se derivaba de ello un desorden artificial y la práctica consciente de un estado de cosas que sólo la inconsciencia disculpa. Incontables son las cartas que me dicen: “Soy tu libro”, “Somos su libro”. La guerra, la posguerra, una carencia de libertad que, de entrada, parece convertir en imposible cierto estado de vida, no los desaniman.
Al escribir aquel libro en la clínica de Saint-Cloud, me inspiraba algo en unos amigos míos, un hermano y una hermana, que eran los únicos, a lo que pensaba yo, en vivir de ese modo. No esperaba que hubiera muchas consecuencias debido a ese mismo principio que comento. ¿Quién iba a poder leerse aquí?, pensaba. Ni siquiera las personas de las que hablo, porque su encanto reside en no saber qué son. Y, en verdad, fueron, que yo sepa, los únicos en no reconocerse. Pues de sus semejantes, si es que existen, nunca sabré nada. Y ese libro se convirtió en breviario de mitómanos y de quienes quieren soñar despiertos.
Tomás el impostor es una historia, pero un libro sin historias. Durante la liberación, estuvo a punto de adoptar un ritmo de Los niños terribles. Muchos jóvenes mitómanos perdían la cabeza, se disfrazaban, cambiaban de nombre y se tomaban por héroes. Sus compañeros los llamaban Tomás el impostor y me contaban sus hazañas; eso cuando no me las contaban ellos personalmente. Pero muy pocos mitómanos hay que coincidan por completo con su fábula. Por los demás, la cosa es más sencilla. A un libro le surgen historias al principio o, si no, ya no surgirá ninguna. Tomás el impostor no tendrá nunca el éxito que tuvieron Los niños terribles. ¿Para qué le vale un mitómano a otro mitómano? Es como un inglés haciendo de inglés.
La muerte de Thomas de Fontenoy es mitológica. Un niño juega a ser caballo y se vuelve caballo. Un mitómano lee Los niños terribles. Juega a ser caballo y se cree que es un caballo.
Jean Cocteau
La dificultad de ser
Foto: Jean Cocteau
Philippe Halsman, 1948