Pedro Paricio Aucejo
Por su acendrado modo de conocer y amar a Dios –entregándose a hacer bien todo lo que debía hacer según su voluntad–, santa Teresa de Jesús ha sido considerada, desde hace siglos, modelo de verdadera vida contemplativa. Más aún, son muchas las virtudes, sobrenaturales y naturales, por las que la monja abulense puede ser prototipo de ineludible seguimiento, hasta el punto de que el proceder por el que su espiritualidad adquiere distinción y rango específico es, según el agustino José Luis Cancelo García¹, el vinculado con su afabilidad, fundamento innato de la personalidad teresiana.
Es proverbialmente reconocido su agradable carácter (bondad, sencillez, transparencia, alegría…), que, más allá de sus íntimos, fascinaba a cuantos la conocían. Ya el sabio humanista fray Luis de León (1527-1591), que consultó a personas con las que había convivido Teresa de Ahumada, dijo de ella que, ‘de niña, de doncella, de seglar, de monja, de monja reformada y antes de reformarse fue con cuantos la veían como la piedra imán con el hierro… Todos quedaban como presos y cautivos de ella… Nadie la conversó que no se perdiese por ella… Embelesaba la discreción de su habla y la suavidad templada con honestidad de su trato’.
Por su parte, el teólogo dominico Bartolomé de Medina (1527-1580), que inicialmente, desde el aula, reprochó a santa Teresa su actividad fundacional (‘es de mujercillas andarse de lugar en lugar, mejor estuvieran en sus casas rezando e hilando’), modificó su actitud cuando la conoció en persona, quizá con ocasión de la visita que la carmelita hizo a Salamanca en julio de 1573. A esta le bastó un breve encuentro con él para hacerle cambiar radicalmente de corazón y de mente. A los pocos días, y en la misma aula, aquel ilustre profesor, mostrando admiración hacia ella, rectificó su opinión: ‘Señores, el otro día dije aquí unas palabras mal consideradas de una religiosa que funda casas de monjas descalzas. Hela comunicado y tratado, y sin duda tiene espíritu de Dios y va por muy buen camino’.
Teniendo en cuenta el cúmulo de testimonios que desbordan la biografía de la reformadora a este respecto, Cancelo García considera que “el substrato connatural específico de la espiritualidad teresiana se encuentra en su impulso o tendencia natural para crear relaciones interpersonales ricas de humanidad, y que ella misma, consciente de ser así, enriquecía aún más con la fe y la gracia de Dios”² . De este modo, la Santa potenció su afabilidad con la lectura y meditación de la Biblia, con las entrevistas con Jesucristo –su ‘Libro vivo’– y con las restantes experiencias místicas, hasta el punto de transformar su fascinación natural en una necesidad urgente de acercar a todos a Dios, atrayendo a las personas al buen camino, suscitando vocaciones y creando una atmósfera grata en la comunidad religiosa.
Desde aquel fondo innato, Teresa insistirá a sus religiosas: ‘ser afables y agradar y contentar a las personas que tratamos’, de manera que ‘amen vuestra conversación y deseen vuestra manera de vivir y tratar, y no se atemoricen y amedrenten de la virtud’. En este sentido, su lema fue ‘procurar siempre dar contento’, por medio de la cercanía, la empatía con la persona, la conversación y la amistad, con el fin de que ‘las palabras de Dios quepan en la persona con la que se habla’. Es la forma genuinamente teresiana de hacer apostolado, que –gracias a su afabilidad– pasa a ser un rasgo primordial de su espiritualidad.
La mística universal experimentó un camino de perfección en el que se trenzaban la amistad humana y la divina. Si sabía por propia experiencia que amar mucho hace más amigos que pensar mucho, animada por su intimidad con el Señor, trató a sus amigos para que también ellos fuesen amigos de Dios (‘fiad de su bondad, que nunca faltó a sus amigos’) y gozaran de su don (‘puede traerle siempre [a Cristo] consigo y hablar con él, pedirle para sus necesidades y quejársele de sus trabajos, alegrarse con él en sus contentos y no olvidarle por ellos’). Él es el mayor bien que la religiosa castellana podía ofrecer a sus seres queridos (‘este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes’).
Por esta razón, para santa Teresa, Dios será, antes que nada, el Amigo del Libro vivo, bondadoso y misericordioso que todo lo da, que enseña y dirige misteriosamente la propia vida. Y, como Él, nuestra Doctora de la Iglesia no podía por menos que cifrar en la afabilidad el meollo de su vida espiritual, de su magisterio universal, de su apostolado y de la propia oración (‘tratar de amistad con quien sabemos nos ama’).
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¹Cf. CANCELO GARCÍA, José Luis, ‘El agustinismo de Santa Teresa (1515-1582)’, en SANCHO FERMÍN, F. J., CUARTAS LONDOÑO, R. y NAWOJOWSKI, J. (DIR.), Teresa de Jesús: Patrimonio de la Humanidad [Actas del Congreso Mundial Teresiano en el V Centenario de su nacimiento (1515-2015), celebrado en CITeS-Universidad de la Mística de Ávila, del 21 al 27 de septiembre de 2015], Burgos, Grupo Editorial Fonte-Monte Carmelo-Universidad de la Mística, 2016, vol. 2, pp. 123-157.
²Op. cit., pág. 141.
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