Al terminar la película “Un monstruo viene a verme” debería estar prohibido que encendieran las luces de la sala de repente, nada más empezar los títulos de crédito. Estoy seguro que la ristra de letras aquí no ha sido creada con el único fin de informarte sobre los responsables de la obra, sino sobre todo para darte un tiempo de aclimatación a la realidad.
Mientras el destello me cegaba sin piedad, intentaba recomponer mi rostro, y por recomponer me refiero a disimular, a base de restregar con las manos, los surcos que las lágrimas habían ido dejando en mi cara a lo largo de la proyección. Los hombres no lloran en las pelis de monstruos por mucha empatía que les despierte King Kong.
Intentaba también reordenar mis ideas, estaba desconcertado, cuando te tocan la fibra sensible de esa manera en el cine, uno no sabe bien si acaba de ser manipulado o si simplemente ha sido testigo de un film realmente conmovedor. Intenté iniciar un debate con mi acompañante al respecto pero el nudo que moraba por mi garganta aún apretaba demasiado y amenazó con hacerme perder la poca dignidad que me quedaba. Así que a base de asentir y contestar con monosílabos conseguí llegar hasta los baños donde nuestras vejigas coincidieron en que teníamos que separarnos.
Salí primero y me dirigí a los ascensores, allí estaban los tres protagonista de mi anécdota. El silencio y la espera me hicieron cómplice involuntario de la escena. Eran una mujer con sus dos hijos.
La niña de alrededor de 7 años parecía jugar sola, distraída, sin hacer mucho caso a la conversación que su hermano, un preadolescente de unos 12 años, mantenía con su madre. Hablaban de la peli, en concreto hablaban de los cuentos del monstruo. Ella quiso verbalizar la moraleja: “Hijo, es que en la vida las cosas no son blancas ni negras.”. “Lo importante es no guardarse nunca tus sentimientos”, remató. Y al hijo, al que hacía unos segundos que el rostro se le había transformado en un puchero involuntario no pudo aguantar más y se fundió con su madre en un sentido abrazo, la hermana que parecía ajena a aquel diálogo, surgió de la nada y se hizo una piña con el resto de la familia. Tuve entonces que girar la vista, no tanto para darles la intimidad que aquella escena merecía, sino para evitar mostrarles las lágrimas que con molesta reiteración acudían de nuevo a mis ojos.
Apareció entonces mi acompañante que intentó hablarme de no sé qué. Con un par de gestos le pedí silencio y le señalé con la mirada hacia aquella familia. En aquel momento el niño verbalizaba: “Mamá, creo que he llorado durante un veinticinco por ciento de la película”. Una confesión que viniendo de alguien en cuyo cuerpo se estaba produciendo una lucha por dejar de ser pequeño y empezar a ser mayor, paradójicamente no era moco de pavo. Mi pareja, prefirió no ser testigo mudo (me ahorro las bromas para no romper el tono del post), y le dijo: “Yo también”. Un intercambio de sonrisas y la llegada del ascensor pusieron fin a la escena.
Aquello sirvió para resolver el debate en mi interior sobre la película. Qué más daba si me habían manipulado o no. El cine, el cine del bueno, es emociones y sentimiento. Y cuando esas emociones son capaces de traspasar la pantalla sólo queda rendirse a la evidencia y aplaudir.
Un monstruo vino a hacerme llorar, Bayona creo que se llama.