Ayer fui al cine por tercera vez en una semana, como cuando era pibita. Comencé con Trolls, una monada de película que disfruté de principio a fin con mi hija y de la que salí cantando. Luego tocó Dr. Strange, con la que mi lado friki se deleitó y de la que salí queriendo aprender a luchar contra las fuerzas oscuras. La última fue Un monstruo viene a verme, una fábula sobre la lucha contra nuestros miedos, de la que salí inflada de llorar y cuya huella me sigue atormentando hoy. No quiero que piensen que la película es mala, desde mi punto de vista diría que es todo lo contrario, pero su visionado me ha dejado devastada. Debe ser impresionante porque aún hoy sigo reflexionando y tomando decisiones tajantes que nada tienen que ver con ella. El monstruo destapó la caja de Pandora y he resuelto:
Que no voy a volver al cine a sufrir por muy buena que sea la película, aunque se considere una maravilla y esconda un gran mensaje.
Que si un libro no me gusta no voy a seguir leyéndolo por una suerte de norma nunca escrita que dice que una vez que lo empiezas lo debes acabar.
Que no me gusta el jazz por más que lo intente.
Que el respeto es muy bonito y nadie es mejor que nadie porque lea ensayos, oiga música desconocida para el resto de los mortales, disfrute con las películas japonesas o no vea Tele 5.
Que mi verdad puede ser tan buena como la tuya aunque tú la envuelvas con palabras de erudito.
Que no merece la pena pasar momentos de ansiedad por no ser capaz de decir no.
Y que todavía me queda mucho por aprender y jamás lo sabré todo.
Eso de momento.