Puede que profundizar en los estigmas de nuestra propia rutina inspire, con la adecuada disposición, un poco de empatía. La empatía suficiente como para llevar al terreno práctico las acciones que consideramos buenas, pero que, probablemente, jamás hemos puesto en práctica. Nuestra sociedad requiere de un empeño que vaya incluso más allá de la esfera laboral. Es probable encontrar inspiración, cooperativismo e incluso deseos de imitación cuando nos involucramos en primera persona.
Es posible aplicar una teoría sobre el bien y el mal en situaciones excesivamente frívolas. Si existiera una brújula moral, ¿hacia dónde crees que se inclinaría? Mi afán, al inducir una reflexión sobre tales temáticas, no es otro que generar una herramienta de conocimiento. Solo mediante tan empedrado camino, nuestro mensaje trascenderá toda retórica y hablará simplemente mediante las acciones.
Cual agua bendita, el bien practicado es capaz de templarte para grandes acciones. Se trata de momentos trascendentes que verdaderamente repercuten en la vida de los más infortunados. Son innumerables los signos que nos llaman a nivel global. Permitir entonces que dicho impulso muera no nos lleva a pregonar otra cosa que pobres ensoñaciones y espejismos. Toda buena obra debería propulsar miles de infinitos posibles en el mundo. En otras palabras, la evolución es cambio y adaptación. No se trata de una fórmula muerta ni una de una ecuación mundial; se trata de un ideal, que además es perfectible.
Este profundo precepto internacional entre la perfección concebible y la realidad practicable refleja las buenas y malas experiencias. Nuestras doctrinas, discursos o ideales, ciertamente, jamás podrán lograr la perfección, pero hablamos de prácticas que no son contradictorias: me refiero, aunque no lo parezca, a caminos que se complementan entre sí. Considero que se trata de un fenómeno bastante natural, ya que la línea de la realidad está muy separada del ensueño o la imaginación. Incluso si se trata de las mejores intenciones, el terreno de la experiencia siempre requiere mucho más de nosotros.
¿Por qué intentarlo entonces? Porque incluso los caminos empedrados valen la pena cuando se trata de ser un poco más humanos. Es por tal motivo que lo que realmente demerito no es que nuestro mundo no iguale alguna clase de ensueño. Lo que despierta en mi ser un gran sentido de decepción es el perecimiento, la decadencia o cualquier tipo de renuncia. Somos el faro de las próximas generaciones, y justo ahora nuestro planeta no está ofreciendo suficiente brillo. Aceptar una atmósfera derrotista y limitarse a la simpleza de las contingencias de la vida es justo el ejemplo opuesto de lo que queremos dejar. Toda visión corre el riesgo de ser inexacta. Lo condenable es carecer de un mínimo interés, despojando a la humanidad de nuevos, progresistas y mejores ideales.
Las sanciones ajenas, así como las críticas, son sumamente sencillas para aquellos que limitan sus vidas a rutinas predecibles, placenteras e indiferentes. Hemos de recordar que cualquier logro, por pequeño que sea, ha sido realizado en nombre de todo lo que es cualitativo. Mientras que el hábito organiza la rutina y no crea nada más que necedad, hay quienes ven —y necesitamos quienes vean— mucho más allá de estas contradicciones masivas. Aguzar nuestro sentido de diferencias biopsicosociales nos permitirá vislumbrar un poco qué es lo que vemos, qué es lo que hacemos y cómo es que pensamos. Ciertamente, no es tan fácil compatibilizar cada aspecto.
Estas palabras, aunque inquietantes, son un mensaje que aún encuentra esperanzas en las nuevas generaciones, en nuestro planeta y en la humanidad. Esta última no funciona como el vagón de un tren: no llega hasta donde cada época estima, ni tampoco alcanzaremos una ecuación que lo descifre. De hecho, yo diría que, enigmáticamente, huye incluso de los progresistas y sus cálculos, como si cada engranaje se convirtiese en un estímulo por conquistar todo bien presente y establecer las nuevas interrogantes de otra era que comienza.
Angélica Esther Ramírez Gómez