Revista Opinión
Últimamente se están produciendo una serie de acontecimientos en países que, a ojos del español que no hace mucho tiempo -en términos históricos- pudo sacudirse el yugo de una dictadura, parecían más avanzados en hábitos democráticos y sociales. Desde aquel complejo de inferioridad que nos hacía escudriñar lo foráneo, observábamos con devoción las sociedades educadas y tolerantes de Francia y Suecia, por citar ejemplos, con la sana envidia de asemejarnos a ellas no sólo en cuanto a niveles de renta y prosperidad materiales, sino sobre todo en relación al disfrute de derechos y libertades reconocidos a sus ciudadanos y a los estándares culturales que posibilitaban erradicar supercherías y el peso de unas rancias tradiciones soportadas sólo por ignorancia, aislamiento y manipulación doctrinaria.
Sin embargo, parece que el mundo está hoy día en franca regresión, tanto en esos paraísos admirados de nuestro entorno como en el propio solar español. Excepto en el ámbito tecnológico, retrocedemos a marchas forzadas por la rampa que nos devuelve a épocas pretéritas en casi todos los aspectos en que creíamos haber progresado aún a costa de trompicones. Salvo la técnica que evoluciona sin cesar hacia una complejidad que facilita lo inimaginable, sin importar si es útil o banal, las ideas y la convivencia andan sus pasos para retrotraernos a tiempos y condiciones que creíamos superados, pero -por lo que se ve- no olvidados definitivamente.
Por eso causa estupor, al españolito que creía haberse incorporado al mundo moderno, contemplar las desaforadas manifestaciones francesas contra el matrimonio homosexual, con enfrentamientos incluso graves a causa de la creciente crispación y radicalización de la protesta, en un país que se presumía libertino en sus costumbres y adonde se acudía para descubrir fetiches sensuales como Brigitte Bardot o asombrarse como un palurdo de las utilidades eróticas de la mantequilla en manos de Marlon Brando. Y todo por la inesperada y exagerada reacción promovida por los sectores más conservadores y religiosos de una sociedad que, ya en la década de los 80 del siglo pasado, bajo el mandato de François Miterrand, había despenalizado la homosexualidad, aceptándola como una expresión más de la conducta e identidad sexual del ser humano.
Ya no es sólo España, cuna de la Inquisición y reducto alcanforado de supuestas virtudes virginales inculcadas mediante imposiciones morales al gusto de la Conferencia Episcopal, la que está en peligro de caer en la desviación y el pecado, sino que es también la vecina Francia libertina la que se levanta en barricadas por los Campos Elíseos para oponerse, todavía sin obispos tras las pancartas, a que se reconozca el derecho al contrato matrimonial de los que desean vivir su sexualidad como les sale del culo, es decir, como les da la gana, sin que ninguna autoridad, ni terrenal ni divina, tenga que inmiscuirse en lo que concierne al ámbito privado del individuo, sin que obligue al heterosexual disconforme.
Pero es que la nórdica Suecia, patria de las esculturales bellezas que nos descubrieron el cuerpo femenino tapado sólo con dos trapos en las playas de nuestra adolescencia, la que se muestra ahora xenófoba e intolerante con los inmigrantes. El Estado de bienestar más sólido del mundo, modelo de equidad y prestaciones en lo que era el paraíso social por excelencia, ha saltado por los aires, no por culpa de la crisis económica que afecta a los demás naciones europeas, sino a consecuencia de las políticas de un gobierno conservador, impropias de la admirada sociedad sueca, con seguridad la más permisiva del continente. Las calles de Estocolmo y de otras ciudades han ardido por los enfrentamientos entre inmigrantes y policías a causa de los recortes en las ayudas dirigidas a una población no autóctona que había encontrado en Suecia el trabajo, la estabilidad, la integración y la convivencia que no hallaban ni en sus países de origen ni en otros de la Europa desarrollada del primer mundo.
Ambos países, otrora faros del progreso, son mitos que se derrumban estrepitosamente por la deriva que empuja a esas sociedades hacia el conservadurismo más insolidario y retrógado que pudiéramos imaginar. Y si esto es posible en esos paraísos que conformaron la meta de nuestros sueños para una convivencia cimentada en los derechos, el respeto y la pluralidad, sujeta sólo a principios democráticos y pacíficos, en nuestro país la derrota es aún mayor. Los recortes y los ajustes afectan a la mayoría de las víctimas de la crisis, no a la minoría privilegiada que la facilitó con sus abusos y avaricias. Aquí se eliminan derechos que nada tienen que ver con la supuesta austeridad material a que estamos obligados por un mercado sin rostro y sin alma, pendiente sólo de sus intereses. La religión vuelve a ser asignatura “troncal” en la educación, el aborto un delito para la mujer y el Estado se torna en un ente policial que carga contra cualquiera que ose manifestarse en contra de las injusticias que se ensañan con los más débiles, ya sean estudiantes de bachillerato, abuelos estafados con la preferentes o humildes familias a las que desahucian de sus viviendas tras expulsarlas del trabajo.
El mundo parece, pues, embarcado rumbo al pasado, a los tiempos felices que disfrutaban las élites de una sociedad estamental que levantaban fronteras infranqueables a las personas, no al capital. Retrocedemos a grandes zancadas a las épocas hipócritas de una moral puritana, partidaria de la caridad antes que de la justicia, cuando la iglesia legislaba con el poder absoluto de su connivencia con la política sobre asuntos de Dios y del César, y los pobres tenían que conformarse con la promesa del cielo, no de una justicia social redistributiva que les ayudara a escapar de situaciones indignas por la carencia de oportunidades.
Asistimos aturdidos a una derrota que nos humilla a vivir mejor que nuestros hijos, a quienes dejamos un horizonte sin esperanzas, sin trabajo, sin pensiones y sin socorros, entrampados de por vida por estudiar, adquirir un techo, tener salud o formar una familia. Ya no hay paraísos a los que escapar de nuestras miserias porque la globalización ha extendido lo peor de la miseria por el mundo: el egoísmo y el odio al semejante, por causa de la edad, el sexo, la raza, la religión o la condición social, para culparlo de nuestras desgracias, tanto en Suecia o Francia como en España. Vivimos un mundo en regresión