Alberto Entrerríos levanta el trofeo de campeón del mundo, el segundo de la selección - EFE.
Con la agilidad de un gato y los reflejos de un camarero que salva la bandeja, Sterbik volvió a sacarle otro balón casi imposible a Noddesbo, frustrado en la pista y ante los medios: “No sé qué nos ha pasado, pero nunca había visto a un equipo jugar así”. Seguramente el pivote del Barça no se podía sacar de la cabeza las otras once paradas de Sterbik en el Palau Sant Jordi de Barcelona. Tampoco ésa, tan inmensa, que provocó el gesto que resumió una final que no existió: Valero Rivera se pasó la mano por la cabeza mientras sonreía sin parar. Se decía a sí mismo que la realidad era mucho mejor que cualquier sueño, por más optimista que fuese, “imposible que una película acabe mejor”. Porque España maniató de principio a fin a Dinamarca, que llegaba como conjunto más goleador y quedó paralizado, admirado e impotente ante el ciclón español, que dominaba con claridad al descanso 18-10 y que llegó a ganar 29-12, justo cuando Valero gesticuló de ese modo. El resultado (35-19) es la mayor diferencia en una gran final de balonmano y supuso la mejor de las despedidas para uno de los iconos de este deporte, para el capitán Alberto Entrerríos, que tras su partido 238 se despidió de la selección contribuyendo al segundo oro mundialista de su historia. Él, como Albert Rocas, también estaba en Túnez 2005 bajo el sello de Juan Carlos Pastor.
La final resultó una fiesta con público para España, que dominó siempre a pesar de sacar un equipo inicial sin Víctor Tomàs, Sarmiento o el propio Alberto Entrerríos. Valero preveía un partido de largo recorrido y apostó por secundarios principales como Cañellas dijeron que ahí estaban ellos, como Valero Rivera júnior, el hijo del entrenador que ha demostrado con goles que su plaza no ha sido un regalo por parentesco. Siempre inconmensurable en defensa, España redujo a nada a Dinamarca, quien le había apartado de la final del Mundial de Suecia en 2011 y del Europeo de Serbia el año pasado. El técnico danés, Ulrik Wilbek, siempre tan expresivo y provocador, estaba congelado. Más se quejaba Landin, uno de los mejores porteros del mundo, que sólo pudo impedir seis de los 23 tiros que recibió ante un rival que empezó como un cohete con Antonio García, otro emigrante en Francia, en el PSG, como Sierra, a quien Valero concedió los últimos minutos. Una decisión con la que también premiaba el partidazo de Sterbik, recibido como un héroe por el banquillo. El discurso de España se escribió del puño y letra de cada uno de los jugadores, con buena caligrafía y sin medias tintas. Una respuesta adecuada a una oportunidad histórica de ganar en casa, en el escenario, por ejemplo, de la primera Copa Davis y donde se organizan continuamente conciertos de cantantes y grupos internacionales. La melodía de la selección fue puro a rock, el camino que pretendió tomar en su momento Alberto Entrerríos, a quien su mentor, Alberto Suárez, le aconsejó un día con buen criterio: “Ya que lo mejor que se te da es jugar al balonmano, tienes que luchar por ser el mejor”. Y el chaval lo hizo para suerte del balonmano español. Como Mateo Garralda en Túnez hace casi ocho años ante Croacia, Entrerríos levantó el trofeo como campeón mundial. Entonces la copa tenía forma de láminas de papel. Ésta representaba a un jugar de balonmano armando el tiro. Una imagen personalizada para aplaudir la obra de este grupo que aplaudía al podio antes de subirse y que hizo que un rival mayúsculo pareciese poca cosa.