Revista Opinión

Un país adolescente

Publicado el 18 octubre 2014 por Carlos López Díaz @Carlodi67
Las calles de Cataluña están empapeladas con la campaña de la ANC "Ara és l'hora". Son carteles y pancartas de fondo amarillo y letras rojas, aludiendo a los colores de la senyera, con mensajes supuestamente espontáneos de la gente, muchos de ellos infantiles hasta producir sonrojo, que empiezan invariablemente con las palabras "Vull: un país...", "quiero: un país...", seguidas de los más variados deseos.
"Quiero: un país donde mi abuela llegue a fin de mes."
"...de donde no tenga que irme para encontrar trabajo."
"...con escuelas públicas de calidad."
"...donde crear una empresa sea fácil"
"...con una sanidad sin listas de espera."
"...donde pueda irme de casa a los 18."
Etc.
Lo primero que puede decirse de casi todos estos deseos es que no es nada evidente la relación que pueda existir entre su realización y la creación de un Estado nuevo, mediante una secesión territorial. ¿Por qué una Cataluña separada del resto de España tendría más éxito en reducir las listas de espera en la sanidad o en proporcionar pensiones más elevadas? No sólo es difícil responder a esta pregunta, sino que todo indica que durante los primeros años, y probablemente décadas, las dificultades presupuestarias de un estado catalán, que priorizaría la implementación de sus estructuras soberanas, serían mucho más dramáticas que las actuales. Ya sucede ahora, cuando Artur Mas destina millones de euros a la agitación separatista, mientras debe otros tantos a las farmacias y recorta en ayudas a los ancianos y enfermos.
En realidad, a juzgar por los programas de los partidos más decididamente separatistas, ERC y CUP, una Cataluña independiente sería una verdadera pesadilla de impuestos elevados y controles, lo cual no sólo no garantiza mejor sanidad ni mejores pensiones (si fuera así, Venezuela tendría mayor calidad de vida que Suiza), sino que entra en contradicción directa con el cándido deseo de ese manresano que sueña con facilidades para la creación de empresas.
Esto nos lleva a una crítica más profunda de la campaña de la ANC. El problema de todas estas buenas intenciones es que delegan en "el país" (es decir, en la sociedad; es decir, en otros) la responsabilidad de cumplir prácticamente cualquier aspiración individual. El mensaje más paradigmático tal vez sea el que he citado en último lugar, el de ese adolescente (Carlos Aznar, de Cornellà: me abstengo del chiste fácil sobre el apellido) que culpa implícitamente a España de no poder emanciparse de sus padres. Bien, que sepamos, nada se lo impide, estrictamente hablando, salvo que probablemente él no querrá asumir el sacrificio personal en forma de, por ejemplo, trabajar como mínimo cuarenta horas semanales en un empleo poco atractivo para poder pagar el alquiler de un piso de sesenta metros cuadrados lejos del centro. Carne de la ESO, a este chaval le han adoctrinado eficazmente en la idea de que por el mero hecho de nacer, uno tiene derecho, a partir de los dieciocho años de edad, a una vivienda de tres habitaciones y dos cuartos de baño. Y a un trabajo generosamente remunerado, con tiempo para ir al cine y al teatro por las tardes. De aquí a la renta universal que propone Teleiglesias no hay más que un paso estrictamente lógico.
Nadie niega que sea legítimo aspirar a una sociedad mejor, con una buena sanidad, unas pensiones suficientes, una baja tasa de desempleo y unos alquileres asequibles para los jóvenes. El error estriba en pensar que todas estas cosas se pueden conseguir extrayendo más dinero a la sociedad vía impuestos, sea en una Cataluña independiente o en una España gobernada por Podemos. Cualquier sociedad más próspera se puede construir sólo mediante el esfuerzo y el talento de cada uno de sus miembros, produciendo más y mejor. Y para ello lo mejor que puede hacer el gobierno es entorpecer lo menos posible los esfuerzos productivos de sus ciudadanos, lo que implica reducir la onerosa burocracia, las reglamentaciones infinitas, la presencia de políticos en instituciones económicas, reguladoras y judiciales, y la abusiva carga fiscal que sostiene todo el tinglado. Es decir, todo lo contrario de lo que demandan la izquierda y el nacionalismo separatista.
Con frecuencia se culpa a los socialistas de arrastrar un prejuicio de origen antifranquista contra la idea de España, que les lleva a sostener posiciones cuando menos ambiguas respecto al nacionalismo separatista. Esta acusación es indudablemente certera, pero la conexión entre izquierda y nacionalismo periférico reside en un estrato mucho más hondo. Ambas ideologías se caracterizan por sostener que casi todos los problemas humanos se pueden solucionar dotando al Estado (sea el existente, o uno nuevo, escindido del anterior) de más recursos económicos. En un caso, se trataría de incrementar los impuestos a "los ricos" (= la clase media que carece de capacidad jurídica para demostrar que no es rica) y perseguir más eficazmente el fraude fiscal; en el otro, de que una administración regional disponga libremente de todos los impuestos recaudados. No hace falta decir que ambas opciones son perfectamente compatibles. Culpar a los especuladores de la pobreza o de las deficiencias de los servicios públicos es el mismo tipo de proceso mental que subyace al "Espanya ens roba". En ambos casos se concibe la riqueza no como el resultado dinámico de una actividad, sino como una magnitud estática, una parte de un pastel de la cual nos han privado los capitalistas, los banqueros o "Madrid". Y para recuperarla, ya lo habrán adivinado, bastará con entregar previamente el poder al Teleiglesias o al Juncágoras de turno.
Cómo terminan estas aventuras es algo ya sobradamente conocido. Los demagogos que obtienen el poder señalando a un enemigo, continuarán acrecentándolo mediante la misma táctica que les ha reportado su éxito inicial, fabricando nuevos chivos expiatorios, a medida que los anteriores dejan de ser útiles o creíbles. Es la espiral terrorífica del totalitarismo, que destruye implacablemente las libertades y con ellas cualquier prosperidad posible, presentando falazmente invertida su relación causal. Se convence a la gente de que para que haya más democracia o más igualdad hay que empezar forzando las leyes, y el resultado es una concentración de poder político que convierte en una farsa la democracia más o menos imperfecta que había antes, y la instauración de una nueva desigualdad mucho más injusta, arbitraria y permanente que la que se origina en el dinero, que por naturaleza es cambiante. O por volver a nuestro adolescente de Cornellà, se empieza reclamando al Estado que te emancipe de los padres y se acaba renunciando para siempre a ser un ciudadano adulto.

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