Lo que nos pasa a nosotros, la gente del futuro, es que el mundo se nos ha hecho pequeño con tanto avión y tanto Facebook. El día que salimos de Barcelona, extendimos el mapa y calculamos la distancia entre casa y Macedonia y nos dijimos: “vaya, no es nada, solo un palmo”. Pero llevamos tres días de viaje sin parar apenas, y la carretera continúa extendiéndose hasta el infinito, atravesando llanuras y a veces colinas de casas rosadas, que parecen las cuentas de un collar que se rompió y así se quedaron, y otras veces campos de girasoles que se nos quedan mirando, y maizales, moteles de colores flúor, edificios abandonados del postcomunismo e iglesitas a rayas en medio de pueblos que parecen calcos unos de otros.
Por fin llegamos a Serbia y nos parece que ya estamos muy cerca, porque en los Balcanes existe una especie de espíritu común muy fuerte, que no es solo estético sino también de las miradas y de cómo la gente se acerca a nosotros. Nada más cruzar la frontera, paramos a descansar en un antiguo motel de carretera que parece abandonado. Allí solo hay dos hombres sentados en las mesitas de la entrada al café, que son verdes menta claras, muy kitsch. Nos acercamos e inmediatamente comienza esa conversación que no se hace con palabras, sino con sonidos. Qué raro, porque aunque no nos dijimos nada, me parece haber entendido cada cosa. Uno de ellos señala la estrella de mi hombro y exclama: “communism, communism”. Le tiro de la lengua, primero, y le hablo del mostacho gigante del otro, que tiene forma de escoba un poquito pelirroja, y nombro a Tito, y él nombra a Franco, y luego a ETA, y se le enciende la chispa de la ideología en el corazón. Y después, como si todas esas palabras hubieran sido viento, me lleva a unos arbustos en la carretera y saca de un hueco en la tierra cinco cachorritos. Los señala y dice: “Frankfurt. Portugal.” Coge uno sin una mancha de color en la piel, todo negro, y me lo pone en el regazo. “España, España”. Qué lindo que sus perritos tengan nombres de países.
¿Sabes qué es lo más curioso? Que el viaje es el que nos hace a nosotros, y no al revés, porque parar en esa área de servicio fue espontáneo y durante un par de días marcó nuestra ruta y nuestros planes. De no haber parado en ese instante y haber preguntado a los dos hombres, nunca habríamos llegado a Sremska Matrovica, ni habríamos descubierto cuántas ganas tienen los serbios de conocernos y también de darse a conocer. En Matrovica entramos en contacto por primera vez con la gente más sencilla, y en un camino con casas a los costados nos hacemos una nueva abuela, compramos en puestecillos de frutas como en Asia y en Cuba y probamos la sandía y las nectarinas y nos maravillamos con su sabor. En el pueblo, el teniente alcalde nos invita a su casa y nos invita a algo que parece Tang de naranja y a Rakja local, de un color oscuro y que sabe a regaliz y Mariana, su mujer, nos regala unas prunas para el camino. Viajamos hasta la reserva de Zasavica, donde vamos a dormir a orillas del rio, con la sonrisa colgada: después de la altiva Italia, por fin encontramos que somos bienvenidos.
Tenía ganas de volver a recorrer Europa, sí. En todos los demás viajes siempre se me aparecen los rasgos de lo que al resto del mundo no es: de Europa le falta el graffiti, le faltan los periódicos, la política en las calles, sobre todo le falta las mesitas de los cafés en los bulevares en los que la gente lee, les falta la cultura en la calle, como un personaje más. Recorremos Belgrado en dos horas, solo por empaparnos de su atmósfera y la notamos rápida. Viajo a cuando recorríamos Europa en tren y me parece un mosaico, con algunos detalles que son puro Berlín, y otros, Budapest, y otros incluso Bruselas, y me hace pensar que me siento en casa. En las calles, puestecitos de libros y los ojeo y no entiendo ni una sola letra del cirílico, pero me parece que cuenta historias que me encantaría leer, de un país que fue una (esa Gran Serbia que tanto añoran) y ahora es muchos y que está lleno de pequeñitas sorpresas y a veces, estatuillas de barro con forma de matrioskas en las avenidas, y también lleno de contradicciones y de gente que no se entiende pero se respeta. Pero esa ya es otra historia..
En la frontera con Albania, mucho tiempo después de que todas estas palabras se dieran forma, continúa este viaje. Mientras tanto suena el almuecín llamando a la oración y los minaretes se elevan sobre los tejados.