No son pocas las películas que le dejan a uno con la sensación que, si el director se hubiera entendido mejor con el guionista, el resultado hubiera sido desde luego diferente y mucho más satisfactorio, porque rememorada la pieza queda un revoltijo de sugerencias que apenas se vislumbraron en pantalla y aunque la meditación ayuda, la semilla debe estar en el plantel de conceptos fruto del guionista que dosifica la trama confiando que luego, a oscuras, el respetable lo entienda todo a la perfección.
Esa sensación de un desacuerdo entre ambos personajes, importantísimos los dos, para que una película llegue a buen puerto se reconvierte en sorpresa cuando uno se percata que existe una identidad única y que las funciones de escribidor y mostrador, por llamarlos de alguna forma, concurren en el mismo individuo.
La bisoñez evidentemente es un coadyuvante decisivo para que un guionista, tomando por fin las riendas de la dirección de un largometraje basado en su propio trabajo literario, acaso lamente tiempo después su propio atrevimiento.
Quizás no haya para tanto en el caso de Michael Crichton, novelista, guionista y director de cierto éxito en televisión y cine que se estrenó como director cinematográfico con la película Westworld (1973) que se presentó entre nosotros con el aclaratorio título de Westworld, almas de metal.
El título español, como en tantas otras nefandas ocasiones, pretende aportar datos que en el original son apuntes más que abiertos: la trama escrita por Crichton nos refiere el fin de semana que dos amigos, John (James Brolin) y Peter (Richard Benjamin) van a pasar a un parque temático especializado en diversiones propias de adultos, donde los robots aparentan gentes de diversas épocas de la humanidad y se hallan dispuestos a lo que sea para servir de diversión a los ricos humanos que pueden permitirse la estancia en el lugar.
Crichton había dirigido una película para la televisión y después de ver en pantalla varias de sus narraciones al fin tuvo la oportunidad de dirigir para el cine su propia trama: hay pues una dualidad evidente ya que por una parte sabe perfectamente lo que quiere expresar y se percibe en la lógica de los detalles y en el mantenimiento del ritmo, pero por otra parte hay una sensación de liviandad, de ligereza excesiva en lo que vemos, debida principalmente a las carencias cinematográficas del novato que se inicia contando con más ganas que talento: en su historia particular, el Crichton escritor supera con creces al Crichton cineasta, como si el autor no se hubiera preocupado demasiado de auto proveerse de un guión técnico sólidamente confeccionado, confiando la suerte únicamente a la letra, olvidando que el cine es, sobre todo, imagen.
Pasados tantos años la cinta se sigue con interés que se mantiene en buena parte más por lo que cuenta que por cómo lo cuenta; a los citados intérpretes hay que añadir un hierático Yul Brinner que remedando una parodia trágica de los personajes del lejano oeste que incorpora en otras películas, representa un ciber pistolero que, un buen día, parece hartarse que le peguen tiros a mansalva y despliega fantásticamente una apariencia amenazante, ominosa y mucho más letal de lo que hubiesen querido algunos, pero no entremos en innecesarios soplos argumentales máxime cuando por todo cinéfilo es sobradamente conocida la dureza que el calvo Yul podía imprimir a sus personajes.
Porque en el escenario correspondiente al salvaje Oeste, los invitados al parque temático pueden beber, jugar a las cartas, enfrentarse a duelo revólver en mano, liquidar al matón del "saloon" y acabar entre las piernas de una lasciva bailarina dispuesta a todo. Como sucede en las cenas medievales, también.
Hasta que una chispa de rebelión nace en la población de robots hartos de ser sojuzgados, maltratados, violados y asesinados una y otra vez, cada fin de semana por una banda de ricos ansiosos de liberar sus frustaciones personales con esos perfectos muñecos (y muñecas) prestos a servirles a cualquier hora, una bacanal contratada, un carísimo desorden de sensaciones reprimidas.
La película, dotada de un metraje aúreo y una fotografía práctica en la usual pantalla ancha de la década de los setenta, ya en la fecha de su estreno dejó en este comentarista la sensación de que había más en el fondo que en la superficie: en una época en que las distopías eran habituales, la reducción de la trama a una ficción premonitoria de la posibilidad que las máquinas se alzaran contra los hombres no dejaba de ser una reiteración de tesis conocidas con la presentación de una película de acción bien resuelta: pero queda pendiente el certero tajo de bisturí que, ya desde el inicio, hiere la condición de esos adultos que acuden a un lupanar de lujo a satisfacer sus más bajos instintos con elementos que figuran ser humanos porque después del ritmo de las persecuciones y las huídas, después de la acción y el peligro, subyace con fuerza el hecho irrebatible que esos turistas han viajado para poder vejar impunemente a semejantes suyos. Aunque sean de latón por dentro. Y ahí, el bisturí del médico que no fue Crichton se detiene.
Puede que algunos la hayan visto a trozos, en la tele: recomendada su visión enterita y sin cortes publicitarios porque sus escasos 88 minutos hacen que realmente sea corta e incluso diría que su brevedad acrecienta la sensación de telefilm porque evidentemente, tratándose de una ópera prima, tampoco se gastaron mucho en decorados: aún con todos sus -leves- defectos, imperdible para el cinéfilo y más si degusta ciencia ficción de la buena.