Para Inma; de un coriano temporal.
Tal vez a solas mirando de su mansión los cerrojos las horas pasó soñando y se encontró despertando con lágrimas en los ojos.El capitán Montoya, José Zorrila
Llegamos a la parada frente al Palacio de San Telmo, en plena remodelación. Le preguntamos a una pareja, si allí se cogía el autobús para Coria, el chico enseguida hizo un gesto señalando a su compañera, dando a entender que él también era forastero. La chica nos indicó que sí y siguieron hablando entre ellos. En cuanto le oí a él pronunciar la palabra “guagua” me di cuenta que era canario, por ese motivo se desentendió de darnos respuesta.
Enseguida llegó el autobús e iniciamos el viaje a Coria. La salida de Sevilla hacia Coria era mas o menos como la recordaba; un recorrido por la zona final de Los Remedios y enseguida el puente hacia San Juan de Aznalfarache, sólo que era otro puente, no el viejo Puente de Hierro, sino otro anterior y rodeamos San Juan en lugar de atravesarlo como antiguamente. Supongo que es una carretera nueva pues no reconozco absolutamente nada del recorrido. Incluso cuando llegamos a Gelves me da la sensación de que es una zona nueva del pueblo llena de adosados.
Enseguida entramos
en Coria del Rio, también por una zona nueva, desconocida para mí. Me acerco al chofer y le pregunto si sigue parando en el Mercado de Abastos cerca del parque y me confirma que sí, con lo que ya me acomodo en mi asiento y espero tranquilamente que lleguemos a la parada que estoy seguro de reconocer. Pasamos por la bifurcación que da comienzo a la calle Hernán Cortés (a lo largo de mi vida me ha perseguido el conquistador extremeño), antigua Palomar, en cuyo número catorce viví durante mi estancia en este pueblo sevillano. Enseguida llegamos a la parada del mercado y nos apeamos.Mi mirada lo recorre todo en una panorámica imposible de trescientos sesenta grados, pero sin girar el cuerpo. Afirmo que es posible, o al menos a mí me lo parece. Estoy viendo con los ojos actuales la Coria de hace treinta y cinco años. O quizás estoy viendo con los ojos de ayer la Coria de hoy. No lo sé. Miro al mercado y veo a mi abuela caminando a mi lado y diciéndole al pescadero que el kilo de periódico se lo pague a tres pesetas y no a diez reales como éste pretende. Después de parpadear, el pescadero sigue allí pero no así mi abuela, eso que salimos perdiendo el pescadero y yo. Miro a la cera de enfrente del mercado y veo el viejo kiosko verde de madera donde, con el producto de la venta de los periódicos, cambiábamos las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, Clark Carrados, Lou Carrigan, Silver Kane, Keith Luger, etc. Sonrío nostálgico sabiendo que al parpadear desaparecerá, pero no, no desaparece; es real; sigue ahí como hace treinta y cinco años y por su aspecto estoy seguro de que es el mismo kiosko. Me acerco y busco las cajas de cartón llenas de novelas, lamentando no llevar ninguna encima para cambiar, tendré que comprarlas. No, hubiera sido demasiado perfecto, las cajas de novelas no están ¿para qué? si ya no está mi abuela.
No sé hacia donde dirigirme primero, ¿subo hacia mi casa?, ¿me voy al parque? Me quedo un momento pensando y me decido a subir hacia mi antigua casa. Subo la pequeña calle Calderón que va a desembocar en Hernán Cortés, que vuelve a llamarse Palomar, en un ir y venir de nombres que sólo puede ocurrir en España. Al momento de pisarla me vuelven las evocaciones; siento bajo mis pies los viejos adoquines; afortunadamente no han sido sustituidos por el uniformante asfalto y sigue creciendo entre sus junturas la hierba, buena o mala. Me vienen a la mente las carreras por esta calle para ir al parque, al mercado, al cine, a la escuela de Don Ricardo. ¿Cuántas veces habré bajado y subido esa calle?. Giro hacia la derecha enfilando ya mi calle, enseguida reconozco la que fue tienda de ultramarinos, donde compraba los sugus y donde, cuando no había dinero en casa (casi siempre), mi tía o mi madre nos mandaban a comprar a mis primas y a mí, con el consabido: “mi madre que lo apunte”. Sigue teniendo las atobas rojas con la separación de media caña, pero ya no es tienda. Sigo un poco mas arriba y llego al número catorce, algo falla, esta no es mi casa, miro la de al lado, me suena pero, algo sigue fallando, de momento tiene el número doce pero no cabe duda de que es ésta. El bajo es una puerta de garaje (cochera dicen por aquí) de madera oscura y brillante, que sustituye a la pequeña ventana y puerta que era la entrada a la taberna de “Antoñito el Sevillano”, obviamente desaparecida. Mas tarde me entero que su dueño, bético de pro, también ha desaparecido. Subo la vista hacia el primer piso y esa sí, esa es mi casa, reconozco perfectamente la ventana ancha y a su derecha el balcón. Aquel balcón que apedreé con fuerza para conseguir despertar a mi madre una madrugada en que volví de Badajoz en un accidentado viaje sin avisar. Subo un poco por la calle perpendicular a mi casa para tener una panorámica completa de la misma. La puerta que da acceso al zaguán está cerrada, pero eso no me impide verme jugando con mis primas las tardes de verano después de las comidas, cuando el calor apretaba lo suficiente para no poder estar en la calle. También veo la azotea, donde improvisábamos pequeñas piscinas con los barreños mas grandes que hubiera en la casa, sucedáneos imposibles de la verdadera piscina: la piscina de Coria; mágica, monumental e inaccesible económicamente, al menos con la asiduidad que el calor y nuestros deseos infantiles necesitaban.
Si seguimos la calle Hernán Cortés arriba deberíamos encontrarnos con el cementerio local, pero este destino es ya imposible pues hace años que desapareció. Supongo que habrán hecho uno nuevo pero en él no reposan, al menos de forma identificable, los restos de mi abuela, por lo que carece de interés para mí.
Volviendo a la calle que desemboca justo en mi casa, si la seguimos en dirección contraria, enseguida nos encontramos a
la derecha con el inicio del Cerro de San Juan, en cuya cima se encuentra la ermita de la Vera Cruz y que en su corto y empinado recorrido alberga, o albergaba, entre otras: la tienda de Eduardita, nuestra proveedora de chucherias y la casa de mi amigo Juan José, cómplice, cuando no instigador, de casi todas mis fechorias corianas. No me apetece subir, no quiero o no me atrevo a cambiar el ayer por el hoy. Por cierto, mi amigo Juan José, se convirtió en jugador de fútbol profesional, aunque de pequeño lo suyo era el baloncesto, y consiguió vestir la camiseta del mejor equipo del mundo, el Sevilla F.C. Yo lo vi jugar en el viejo Estadio Insular con una entrada que él me regaló. No pregunto, no averiguo dónde y como están mis paisanos, me limito a rememorar el paisaje actual con las figuras de antaño. Por lo mismo que no pregunto, no subo al Cerro, bien al contrario me dirijo calle abajo en busca de la Esquina Pascual, el Kiosko de Rogelio, la casa de Ruiz Sosa y la del “Niño Kineta”, todos estos lugares entonces ubicados en el ensanche del final de la calle Hernán Cortés. Ha desaparecido el bar de la Esquina Pascual, reencarnado ¿cómo no? en una sucursal de banco y también ha desaparecido el kiosko de Rogelio. Miro una y otra vez calle arriba, todo es diferente, todo sigue igual.Vuelvo continuamente del pasado al presente y viceversa. Veo a Antonio, Juan José, Rafael correr calle abajo en dirección al “prao”. Veo a Rosalía, Rocío, Estrella caminar entre risas y disimuladas miradas, en la misma dirección
aunque parecian llevar la contraria. Las encontraremos de nuevo paseando el parque de una punta a la otra y encontrando el momento oportuno para dejar el paseo y orillarse al Guadalquivir en una zona que a pesar de apartada es mucho mas indiscreta, pues está claro que si te pillan ahí, es que tienes novio.Regreso al ¿presente?, cada adolescente que veo me trae dos cosas a la cabeza, una, que no había nacido aún cuando yo me fui de aquí y la otra, si será hijo o hija de alguno de mis amigos de entonces. No quiero indagar demasiado en sus rostros, no sea que se malinterprete mi interés fisionómico.
Sigo mi deambular y encamino mis pasos por la Avda. de Andalucía. Yo la recuerdo como carretera de la Puebla. Se vuelven a entremezclar el presente y el pasado. Reconozco muchas casas de la margen izquierda, casas en las que entré a jugar, a escuchar música, a estudiar para los inevitables exámenes de septiembre. Sin embargo es en la orilla de la derecha donde encuentro otro de los lugares “sagrados” para mí; la casa de mi amigo Rafael Alfaro. ¿Cuántas horas habré pasado aquí? Si se busca bien en ella seguro que encontrarán restos de mi sangre. Recuerdo al menos dos peleas con Rafael en las que ambos terminamos sangrando profusamente por la nariz. Esta casa está ubicada en la Plazoleta de la Soledad, que hace de zaguán a la Capilla del mismo nombre, es la primera casa de la izquierda. Tampoco pregunto, me limito a mirar, filmar y evocar. A pesar de los años transcurridos, tengo nítida la imagen de Rafael y su padre, también llamado Rafael ¿cómo no? buena gente.
Continúo el paseo avenida arriba, busco el Bar el Barril, mi primer trabajo remunerado cuando apenas contaba 13 años. No lo veo, subo la calle, regreso sobre mis pasos y de repente me paro ante un local, miro en el interior y aunque muy cambiado, creo reconocer lo que busco. No puede ser, esto no me puede pasar a mí, me han dado una patada en plena memoria histórica. Hago de tripas corazón y entro a preguntar con la vana esperanza de haberme equivocado; me dirijo a un parroquiano que me parece que tiene la edad y el estar suficientes para conocer la historia del local.
-Jefe ¿usted sabe
si esto era antes el bar el Barril?- Sí mi arma, hace una jartá de años
- Ea, pues con Dios y muchas gracias-.
Ni un minuto mas allí dentro. Se confirmaron de pleno mis más lúgubres sospechas. Mi primer lugar de trabajo se ha convertido, por caprichos del devenir, en un lugar que me está prohibido pisar por mor de mi religión. El Barril es hoy LA PEÑA BÉTICA MANUEL RUIZ DE LOPERA. Maldita sea mi estampa.
Aquí debería ir una foto de la peña bética, pero en mi blog no aparecen simbolos béticos ni aunque me vaya la vida en ello.