
Bicirrelato: “Un paseo por londres en bicicleta”- Desde Gijón y en Bicicleta
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Aquella noche los dos amigos habían estado trabajando hasta tarde y Friedrich había caído exhausto en un sofá al amanecer. Con el griterío, se despertó sobresaltado, lanzó un grito de aprobación y Karl pudo oír golpes de puertas, carreras y un caer de objetos por los suelos fruto del agitado despertar.
A los pocos minutos bajaba Friedrich las escaleras y en la calle ya estaba Karl con los velocípedos preparados. Treparon a sus sillines y se pusieron a pedalear hacia la biblioteca del Museo Británico donde Karl estaba trabajando en su libro.
Ambos eran convencidos ‘ciclones’ y muchas de sus grandes ideas habían nacido pedaleando por la ciudad. Sus velocípedos fueron construidos, bajo encargo de Friedrich, por el herrero Tom Pearson de Sutton al que había conocido en una reunión de la Liga de los Comunistas que Karl había refundado en Londres. Tom era un visionario con ideas socialistas que, viendo la popularidad de la bicicleta, en pocos años dejaría de herrar caballos para fundar Pearson Cycles y dedicar su vida a construir locos cacharros de dos ruedas. Por esa visión de Mister Pearson de la bicicleta como la solución para el transporte de los trabajadores y sus ideas, Karl y su amigo recorrían de cuando en cuando pedaleando las 14 millas que distaban Sutton del Soho para charlar con él animadamente.
Como el Soho y Bloomsbury estaban demasiado cerca para disfrutar de la pedalada en la agradable mañana, decidieron dar un rodeo por Covent Graden y callejear hasta Druri Lane para tomar Museum Street hasta la biblioteca. A menudo sus rutas se desviaban hacia Covent Garden porque Karl disfrutaba del tráfago del mercado y a Friedrich le gustaban no menos las floristas de la zona.
- Mi querido Friedrich, ¿Qué te parece si tomamos un apetitoso desayuno en The Museum Tavern?
- Excelente idea. Y a buena fe que acompañaré ese desayuno con unos tragos de Theakston’s Old Peculier, amigo.
- Amen – contestó Karl al tiempo que ambos estallaban en una carcajada.
Friedrich se dio cuenta del extraordinario estado de ánimo de su amigo esa mañana y eso le confortó.
- Te voy a contar un chiste – arrancó Friedrich – que oí en la Liga el sábado pasado. Es un chascarrillo sobre ti, pero no te enfades. Dicen que Karl Marx muere y va directamente al infierno. En pocos días el infierno es un pandemónium de huelgas, protestas, revoluciones, etc. El diablo le expulsa del infierno y le manda para el cielo. A los 100 años, el diablo sube a ver como les iba en el cielo con el condenado comunista y San Pedro le cuenta que todo va de maravilla. El diablo un poco confundido le pregunta si no les da problemas y San Pedro le responde que Karl se lleva divinamente con los angeles, los santos y que con Jesus es uña y carne. El diablo sin salir de su estupor inquiere “¿y Dios que dice a todo esto?” y San Pedro le contesta “¿Dios? ¿Qué dios? ¡Pero si Dios no existe, alma de cántaro!
Al punto Karl estalló en una sonora risotada que hizo titubear su bicicleta y Friedrich se contagió rápidamente de su carcajada. Parecían dos orates pedaleando y riendo por Charing Cross. No fue hasta King Street que pudieron ahogar las risas y cuando Karl pudo contestarle:
- Buenísimo. Endiablados proscritos. ¡Qué retranca! Mientras recuperaba el resuello ha venido a mi cabeza que Platón, a pesar de todo el humor que destila en sus Diálogos, consideraba el hábito de reírse como una manifestación de arrogancia, casi siempre injustificada.
Al paso por el mercado de Covent Garden, la conversación quedó en suspenso. Dividían su atención entre capturar el vibrante espectáculo humano y evitar arrollar con su bicicleta al afanoso enjambre de personas que iban, de aquí para allá, cargando pesados banastos. Como también iban bien atentos a esquivar carros y caballos para no ser arrollados ellos mismos. Pedaleando ya por Long Acre, Friedrich retomó la conversación:
- Demócrito en cambio, a pesar de ser un sabio, se reía constantemente de todo y aún más de la estupidez humana.
- Pero la risa de Demócrito es su expresión de una decepción ante la condición humana. La otra cara del llorón Heráclito. Reir por no llorar.
Un par de damas en bicicleta, sufragistas a juzgar por sus pantalones bombachos, se les cruzaron y saludaron con sonrisas cómplice y gestos de experimentadas ciclistas. Friedrich replicó:
- Permítete que no esté absolutamente de acuerdo contigo, Karl. Demócrito rie, como hemos hecho nosotros hace un momento, a mandíbula batiente y su risa es afirmación de su no renuncia al goce de la vida… ¡por mucha decepción que sintiera ante la humanidad!
- He de convenir contigo, al menos, que la risa de Demócrito es toda una actitud vital. Yo creo que Demócrito disfrutaría fabulosamente de montar en bicicleta.
- Sin duda alguna. Ya lo estoy viendo: pedaleando y lanzando una diatriba contra el fantasma del azar entre carcajadas.
La conversación cesó y ambos quedaron en silencio meciéndose en sus pensamientos al rítmico compás de las pedaladas. Con el agradable aire en la cara, en pocos minutos llegaron al 49 de Great Russell Street donde les esperaba en la barra de The Museum Tavern, William Finch, el amable propietario que siempre les permitía guardar sus velocípedos en el almacén. The Museum Tavern era el local más cercano a la biblioteca y un lugar muy agradable para recobrar fuerzas con una comida o un tentempié regado por una pinta de deliciosa cerveza Theakston’s Old Peculier de la que William siempre guardaba generosa provisión en sus barricas. A bocajarro le espetaron sus pedidos para el desayuno y lo que era más importante:
- Y dos pintas de Theakston’s Old Peculier, como siempre inmaculadamente servidas con su proverbial destreza, Mister Finch.
Siguieron hablando de la risa y la alegría de montar en bicicleta cuando Mr Finch se acercó con los platos y las bebidas.
- Pues hace dos días Lord Chesterfield – intervino Mr Finch – decía acodado como vos en esta misma barra, que veía en la risa el placer de la plebe a la que solo gustan las cosas vulgares.
- ¡Malditos sean! ¡Endiablados burgueses estirados que ahogan las risas en los salones porque no es cristiano reír y luego se carcajean de esas muchachas en apuros en los burdeles del Soho por cuatro peniques! – se exaltó Karl.
- ¿Quién decía que la historia victoriana ocurre dos veces, la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una comedia miserable? – le espetó Friedrich.
Volvieron a estallar en carcajadas y levantaron sus cervezas. En cuanto pudieron respirar atacaron sus platos y Friedrich continuó:
- Yo estoy más con Kant en que la risa es rasgo de salud y tiene un valor terapéutico e higiénico. Como la bicicleta.
- Yo, por supuesto tengo que citar aquí a Hegel que creía que sin la pasión y la alegría, nada grande se haría en el mundo ¡El enthusiasmos, ese estado de excitación alegre! ¡La risa y la bicicleta!
“¡Por la risa y la bicicleta!” brindaron los dos con algarabía apurando la segunda pinta, una cantidad nada desdeñable para una libación matinal, y rebañaron sus platos. Sin parar de reír se enfundaron sus abrigos y salieron animosos al exterior camino de la Biblioteca del Museo Británico, estratégicamente situada a unos pasos de la taberna en Great Russell Street.
Aún ahogado por la risa, Karl tuvo que recomponerse para entrar al noble edificio. Recuperando la seria compostura al entrar al Gran Atrio, caminó hasta el mostrador y se dirigió solemne al empleado:
- Mister Wheldon, buenos días. Sin ánimo de alterar su apacible mañana quisiera hacerle una petición. ¿Podría yo obtener de su divina magnanimidad un volumen de ‘El velocípedo de Platón’?
